sábado, 5 de junio de 2010

Paralelismos

El 11 de julio de 1947 zarpaba el puerto de Sète, en la costa francesa, un barco con 4.515 pasajeros a bordo con destino a la costa de Palestina. Las autoridades británicas del territorio habían advertido de que impedirían el paso a cualquiera que pretendiera entrar en territorio palestino. Tripulado por activistas, el barco decidió no retroceder y fue abordado a veinte millas marítimas de la costa, en aguas internacionales. Los pasajeros se resistieron al abordaje y los comandos ‘se vieron obligados’ a abrir fuego: tres personas murieron y decenas de ellas resultaron heridas durante la captura.

Finalmente, los inmigrantes judíos que pretendían forzar el bloqueo fueron devueltos a Europa. Cuatro meses más tarde, el Consejo de Seguridad de la ONU tomó la decisión de crear el Estado de Israel.

El nombre del barco era el Éxodo, y su peripecia constituye uno de los hitos oficiales de la historia de Israel. Una célebre novela de León Uris (lacrimógena y mediocre) y una película con Paul Newman en el papel estelar han hecho del acontecimiento un icono mundial de la resistencia a la arbitrariedad y de la victoria de la tenacidad sobre la fuerza bruta.

¿Quién escribirá la novela del Mavi Marmara? ¿Quién será el protagonista de la peli? ¿Faltarán sólo cuatro meses para que la ONU declare el Estado de Palestina?

jueves, 3 de junio de 2010

Estado lunático

A primeros del año pasado, en respuesta a lo sucedido en Gaza, servidor escribía: “La confianza de los israelíes en que nadie movería ni un dedo en contra de sus decisiones les ha llevado a un punto tal de desfachatez que, al grito de ‘Yahvé es grande’, se han permitido bombardear instalaciones de la ONU cuando su Secretario General, Ban Ki-moon, se encontraba en la mismísima Jerusalén. Esto equivale realmente a poner a las Naciones Unidas a los pies de los caballos. El divorcio entre la ONU e Israel, una pareja en la que hasta ahora una de las partes ha prodigado toda clase de desplantes y desprecios mientras la otra asistía modosita y callada a los insultos, puede empezar a hacerse realidad.”

Desde entonces hemos asistido a una extraña sucesión de acontecimientos: primero, en febrero de este año, sale a la luz que agentes de los servicios secretos israelíes se registraron con pasaportes europeos (ingleses, franceses, italianos), convenientemente falsificados, para liquidar a un dirigente de Hamás en un hotel de Dubai. El asunto resultó tan embarazoso para las potencias europeas que el Reino Unido (¡el Reino Unido de la Gran Bretaña!) se vio obligado a expulsar a un par de diplomáticos israelíes como señal de pública sanción.

Poco después, en marzo, un comunicado del Gobierno israelí declarando sus intenciones de proseguir con la construcción de viviendas en Jerusalén Este se da a conocer durante la estancia en Israel de Joe Biden, vicepresidente de Estados Unidos, quien se ha acercado por la región para intentar reconstruir la cara neutral de América y poner en marcha un nuevo plan de paz. Todo el mundo se queda alucinado. La publicación no puede ser más torpe e inoportuna, en un momento en que el gobierno de Obama se propone recuperar su papel de apaciguador, hasta el punto de que a Biden no le queda más remedio que expresar su “condena” al proyecto. Resulta difícil recordar cuándo había EE UU condenado algo de Israel con anterioridad. El daño causado a la misión de Biden es tan evidente, que Netanyahu llega a sugerir un acto de sabotaje.

Y, ahora, como todo el mundo sabe, un comando de la armada asalta un buque botado por un país miembro de la OTAN y plagado de ciudadanos de la Unión Europea. Todavía en estos momentos, varios días después, ignoramos con exactitud cuántos muertos y heridos ha habido, y quiénes son.

Para cualquiera que sepa leer los nombres de los países e instituciones implicados en los desprecios y las provocaciones, tantos errores que coinciden, uno tras otro, en dinamitar no sólo la reputación de Israel ante la opinión pública mundial, sino sobre todo sus relaciones con sus aliados y valedores, sólo pueden explicarse, racionalmente, como resultado de algún tipo de sabotaje desde posiciones cercanas a la cúpula del poder.

Pero, no, no es eso lo que parece. No he leído ni rastro de esa posibilidad por ningún rincón de la prensa internacional, ni siquiera en Pravda, que es el periódico más pro-sionista y más aficionado a la teoría conspirativa del mundo mundial. En la tele, ningún experto, entendido o simple enteradillo parece considerar la idea. La tesis más reiterada es, simplemente, que las autoridades israelíes son estúpidas o, como alternativa, que están locas. El periodista Uri Avnery cuenta un chiste sobre los generales israelíes que corre por su país: “Era tan estúpido que incluso los otros generales se dieron cuenta.” El profesor Norman Finkelstein describe a Israel como un “Estado lunático”, y se pregunta qué piensan nuestras autoridades, tan inquietas con la posibilidad de que Irán consiga el arma nuclear, de un Estado con doscientas o trescientas ojivas nucleares, que se ha vuelto manifiestamente loco de remate.

A mí la idea me da tanto miedo, que prefiero seguir haciéndome ilusiones de que Netanyahu tiene razón -e Israel es, la pobre, víctima de un poderoso quintacolumnista.