jueves, 30 de septiembre de 2010

Miedo

Ayer miércoles, 29 de septiembre de 2010, los sindicatos convocaron a una huelga general contra la llamada ‘reforma laboral’ y otras medidas ‘anti-crisis’ del gobierno del PSOE. Según una información que divulgaba el diario Público, el 77% de los españoles encontraba razones para hacer huelga, pero sólo 1 de cada 5 pensaba secundarla. Con fruición, la prensa de hoy parece confirmar el reducido impacto de la convocatoria.

Si todo eso tiene algo de cierto, si es verdad que, en el momento en que más arrecia la ofensiva contra los trabajadores y las clases populares, la respuesta ha sido aún menor que en ocasiones anteriores, la cosa daría una idea nítida del miedo de la gente.

A lo largo del día, la televisión mostraba que los negocios de ciudadanos chinos en polígonos industriales habían cerrado sin excepción. Eso no lo hacían, se nos decía ante la cámara, por convicción revolucionaria precisamente, sino por temor a los problemas con los piquetes de trabajadores. Pues bien, renunciando a su derecho y acudiendo mansa y dócilmente a sus puestos de trabajo de forma mayoritaria, los ciudadanos españoles han demostrado mucho más miedo a los patronos, al despido y a las represalias laborales, que los chinos a los piquetes. Eso ya supondría en sí mismo una denuncia de la agresividad del sistema y de su grado de explotación sin necesidad de más comentarios.

Celebrando satisfecho el fracaso de la convocatoria, el inefable diario El País explica que la huelga es muy poco moderna y que los sindicatos están obsoletos por intentar defender “unos derechos sociales que no se pueden pagar a la larga”. Le contestaré como le contestó cierta mujer al emperador Adriano. Cuando se dirigió a él, en plena calle, para contarle sus problemas, el emperador pretendió esquivarla diciéndole: “Señora, no tengo tiempo para sus quejas”. Y ella le respondió: “Si no tienes tiempo para mí, entonces no tienes tiempo para gobernar”. Yo le diría a El País que si la Economía no le puede pagar a la gente las bajas de maternidad y las pensiones, el paro, la sanidad y la educación públicas, entonces la Economía no puede pagar nada.

¿Qué clase de lavado de cerebro explica que toleremos un sistema que nos intimida y acoquina y que, a cambio de nuestro servilismo, no nos promete más que abandono y sufrimiento?

martes, 14 de septiembre de 2010

El umbral del Olimpo

Tengo una hija de diez años cuya educación me plantea serios problemas. ¿Debo, por ejemplo, enseñarle a respetar a los demás en un mundo en que el discurso público está a punto de hacer pedazos el vínculo solidario, en que el darwinismo social se acepta como un hecho consumado, en el que no sólo los modernos capataces, los directores de recursos humanos, siembran la cizaña entre sus subordinados sino incluso los profesores, los educadores, mis compañeros, ingenian sin mala conciencia métodos para obligar a los alumnos a vigilarse y reprimirse los unos a los otros?
En mis clases de mitología presento a mis alumnos el mundo mítico: un escenario teatral partido en horizontal – en la parte de arriba, como en un balcón, inmortales y omniscientes, los dioses disputan sin peligros reales en un mundo de opereta; en la parte de abajo, a ras de suelo, los mortales, conscientes de su destino e ignorantes de todo lo demás, viven entre el drama y la tragedia. De ellos se sirven para sus fines y a capricho los dioses que reinan sobre sus cabezas.
Sin embargo, descubro, el tabique que los separa no es estanco, ni fijo, sino, más bien, una capa porosa y oscilante. El umbral que marca esa separación es el extremo norte de la envidia de la gente.
La envidia tiene límites por arriba: para sentirla necesitas creer que lo que tiene el otro está de algún modo a tu alcance. Para envidiar hay que rivalizar –por eso no se sienten celos de los inalcanzables dioses, ni se les vigila ni se les censura: se les adora. En cambio la envidia y el resentimiento se afilan, mucho e irónicamente, contra nuestros congéneres, contra los pobres mortales, incomparablemente más sufridos y desgraciados.
Pero los personajes humanos del gran teatro del mundo contemporáneo forman una pirámide, un zigurat, una babel a terrazas cada vez más empinada, cuyas alturas ciertamente tocan el cielo.
El mayor logro que atribuyo al sermón oficial, al discurso cínico que el púlpito vomita sobre la feligresía de nuestro tiempo, es lo que podríamos llamar el desplome del umbral del Olimpo: la línea protectora de la envidia ha descendido sutilmente hasta abarcar a un selecto grupo de mortales, a quienes no se les reprocha ya ni se les censura nada; al revés, son admirados, incluso, sí, adorados. A ellos jamás se les escruta en busca de explicaciones a la desgracia de los que quedamos por debajo de ese techo máximo de la envidia, el rencor y el resentimiento. De las pésimas condiciones del trabajo no se culpa a los ideológos y encubridores de un sistema cruel, a un empresariado incompetente, unos ejecutivos sin escrúpulos o unos inversores ávidos, sino a los compañeros que no trabajan demasiado.
Hay un modo de conocer cuál es para cada quien el límite de la envidia, el que establece el umbral del Olimpo: se sitúa allí donde se resiente nuestra sagrada noción de ‘privilegio’. Pues bien, los mortales ociosos y bronceados cuyas vidas atisbamos con arrobo y devoción a través de las páginas del Hola o en teleprogramas como Corazón, Corazón, que poseen cien o mil veces más que nosotros y lo poseen a nuestra costa no son privilegiados - ellos son, sencillamente, dioses ajenos a nuestro mundo, fugitivos del escenario de nuestra envidia, espejos de nuestra fantasía inmunes a cualquier juicio. Los ‘privilegiados’ cuyos privilegios resentimos y no consentimos son, ajajá, los funcionarios que tienen sueldo garantizado, los jubilados que cobran sin trabajar (ya), los conductores del metro, los inmigrantes o los sindicalistas liberados. Para los contratados temporales, los ‘privilegiados’ tienen trabajo fijo; para los parados son ‘privilegiados’ simplemente los que tienen empleo. En un colmo de los colmos, para muchos empleados los 'privilegiados' son los desempleados, que cobran un piquito sin tener que fichar.
El mundo mítico construye, en realidad, una separación entre los cuestionables y los incuestionables. Con esa palanca, el vínculo de la solidaridad entre los más débiles se ha roto, y en su lugar se impone una voluntad ciega de escapar del agujero y cambiar de escenario pasando y pisando por encima de quien sea. La lógica de la emancipación colectiva ha sucumbido a la visión mítica y su techo. De ese techo cada vez más bajo del Olimpo se aprovechan los evangelistas de la salvación personal y, naturalmente, los políticos lacayos para desviar la ojeriza del electorado de la gente a la que protegen.
¿Cómo puedo educar a mi hija contra esa brutal credulidad de sus iguales?