jueves, 22 de noviembre de 2012

Divertirse hasta morir


Cuando era pequeño, uno de nuestros entretenimientos a principio de cada curso consistía en coleccionar cromos de los futbolistas que jugaban en Primera División. En aquel período que coincidía con el inicio de cada temporada futbolística, completábamos los álbumes hasta el último recuadro e intercambiábamos para ello con gran animación los que teníamos repetidos.
Recuerdo muy bien los bustos de los futbolistas, cada uno con la camiseta de su equipo: uno tras otro, todos salían sonriendo en la foto, como si verdaderamente estuviesen contentos de ganarse la vida dedicándose a jugar a lo que les gustaba.
Esa imagen de campechanía seguía acompañando a ese deporte todavía en 1982, cuando yo acabé mi carrera universitaria. Demasiado incluso para algunos, el logotipo del Mundial que se celebró aquel año en España, Naranjito, era una simpática naranja bonachona y sonriente.
Todo eso se acabó. La imagen del fútbol ha cambiado de una manera drástica, como puede comprobar apelando a su memoria cualquiera que tenga un recorrido vital suficiente: los futbolistas salen ahora en la publicidad, siempre y sin excepción, con cara de pocos amigos. Tatuados como piratas, marcan mandíbula. Hasta el pobre Andrés Iniesta, un chico a quien cuesta imaginar enfadado, tiene que obedecer la orden del director de fotografía para que ponga mirada de desafío.
Otro tanto ha sucedido con la imagen asociada a los campeonatos: animada por la música atronadora y solemne de las películas épicas, suele ser muy poco simpática. En esas presentaciones se hace mutar a los jugadores en robots implacables, musculosos y amenazantes.
Un cambio correspondiente de actitud ha acompañado a los periodistas y locutores deportivos: sin atisbo de mala conciencia, convencidos de su contribución a la grandeza de la actividad que parasitan, muchos descalifican al jugador que ayuda al rival que ha caído (en la NBA parece una regla no escrita: jamás darás la mano al contrario); desde el podercito de una gran audiencia (una cadena nacional de radio, un programa televisivo) se mofan de aquél que, deportivamente, le aplaude al adversario una acción brillante. Su elogios bendicen en cambio a aquel otro defensa central que no tiene el más mínimo gesto caritativo, al que recurre con astucia al juego sucio ("táctico", lo llaman), al que ha transformado el juego deportivo contra rivales en una guerra sin cuartel contra el enemigo. Ensalzan con servilismo las muy viriles virtudes neoliberales: la agresividad, la competitividad, al guerrero que no hace nunca prisioneros.
Mi convicción profunda es que esa evolución pendenciera en la imagen del fútbol y del deporte en general (de simpáticos personajes públicos a matones del tres al cuarto) ha sido decidida y dirigida metódicamente desde los think tanks de la corporocracia, muy conscientes de las virtudes educativas del deporte-espectáculo, y forma parte inseparable del discurso neoliberal. Forma parte del clima de violencia latente, de atrofia de la empatía, de desprecio por la víctima, del adoctrinamiento, en fin, en la guerra de todos contra todos estimulada desde esos foros y de la que el espectáculo deportivo constituye metáfora privilegiada.
"Lo bello es ese grado de lo terrible que aún podemos soportar", escribió el poeta Rainer Maria Rilke. Bueno, alguien ha decidido que había campo por explotar, alguien ha decidido empujar la frontera demasiado lejos.
Un auténtica campaña de promoción de lo terrible lleva años descargando desde los medios de comunicación y propaganda sobre todos nosotros, y en especial sobre niños, adolescentes y jóvenes. Eso incluye la moda de espectáculos, novelas y películas de miedo, de videojuegos violentos y macabros o la afición a los monstruos y a los monsters desde la más temprana infancia. La tolerancia que exhiben los chavales hacia imágenes que a mí me hacen volver la cara o taparme los ojos, la avidez con la que se citan unos a otros ante escenas que supuestamente "hieren su sensibilidad" - me deja estupefacto. Para alguien como yo, que descree rotundamente de la naturaleza personal del gusto, no cabe duda de que la trivialización de la violencia, la estética de la calavera, la iconización de los vampiros, el feísmo de piercing y los tatuajes - todo eso forma parte de esta ofensiva, de ese gusto activamente inducido y orquestado. Yo lo llamo "siniestrismo".
Del éxito de esa campaña -apoyada por los circuitos habituales de la colonización cultural- forma parte también la difusión de Halloween. Sobre las viejas fiestas de los Santos y los Difuntos y sus tradiciones locales (visitas a los cementerios, velas en las puertas, novenas en las iglesias, flores en las tumbas), Halloween se ha impuesto universalmente como un particular Carnaval fuera de temporada y de tipo monotemático: la mercantilización de lo macabro y lo siniestro. Observemos: Halloween ha sustituido la religiosidad por la puerilidad, la memoria por el olvido, las lágrimas por las risas, la conciencia de la muerte por la inconsciencia del peligro, el silencio por el estruendo, la unción por la ebriedad, el recogimiento por el fiestón.
Cuando oímos que cuatro adolescentes han muerto aplastadas en una macrofiesta "festejando" Halloween no solamente estamos oyendo hablar de un desenraizamiento cultural que reemplaza patéticamente una historia propia por otra ajena: estamos oyendo hablar de muertes cuya responsabilidad, más allá del pringado al que señalen los jueces, compete a los mismos a quienes deben pedirse cuentas por los suicidios que han acompañado a algunos desahucios - son crímenes de la corporocracia y de su cultura a la vez cruel e infantil.