martes, 1 de diciembre de 2015

Manolito toma el poder

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¿Se acuerdan de Manolito, el personaje de Quino? Era el “gallego”, o sea, el español de las tiras de Mafalda. Quino lo presentaba como un niño cabezón, con los pelos de cepillo, el más torpe de su clase y el más entusiasta de la economía mercantil. Su padre era tendero y Manolito tenía la prioridad absoluta del negocio metida hasta la médula. En una tira, Manolito avanza con un capazo de mimbre puesto a modo de casco sobre la cabeza y Mafalda le pregunta:
            - ¿Cómo es que no vas al jardín de infantes, Manolito?
            Y responde Manolito:
            - Porque soy más útil en el almacén de mi papá.
            Mafalda insiste:
            - ¿Y a la escuela tampoco piensas ir?
            Y Manolito responde muy ufano:
            - Ahí, sí, porque aprenderé aritmética. Será un gran progreso para el almacén de mi papá.
            El “Almacén de Don Manolo” y sus ventas es todo en lo que puede pensar el buen Manolito. Toda la maquinaria de su cerebro chapotea pesadamente hacia ese único objetivo: nada importa salvo el negocio familiar. En otra tira, la rubia Susanita, otra de las protagonistas de la serie, lo retrata con bendita sinceridad. Manolito está sentado en un bordillo y de pronto suelta un gran estornudo. "¡Resfriarme!", se dice, "¡Es lo único que me falta!" Susanita, que llega en ese momento por detrás sin que él lo haya advertido, apostilla al escucharlo:
            - Además de inteligencia, gracia, sensibilidad, ingenio, tacto, elegancia, habilidad, fineza, buen gusto, sensatez, imaginación, cultura, etcétera.
            Pues bien, ese personaje de Quino, Manolito -imagínense- se ha encarnado y ha tomado el poder. ¿Se lo imaginan?, ¿se imaginan a Manolito en el poder, dispuesto a convertir en ley su idea de las cosas? Pues lo ha hecho, nada menos que en la persona del Ministro de Educación de Japón, Hakubun Shimomura.
            El pasado mes de agosto, como bienvenida al nuevo curso, este personaje llevó hasta su culminación los planteamientos manolitanos: cursó una circular a los rectores de las Universidades públicas de Japón instándoles a que clausuraran las facultades y departamentos de Humanidades y Ciencias Sociales. El texto de la misiva, en perfecta langue-de-bois neoliberal, requiere a esas instituciones que den "pasos activos para suprimirlos o transformarlos en áreas que sirvan mejor a las necesidades de la sociedad". El texto hace eco a las declaraciones del primer ministro japonés, Shinzo Abe, quien había declarado el año pasado en un discurso ante la OCDE: "Antes que profundizar una investigación académica que es altamente teórica, propiciaremos una educación profesional de tipo más práctico que anticipe mejor las necesidades de la sociedad."
            La clave del discurso parece ser, pues, "las necesidades de la sociedad". Pero, ¿quién puede saber a ciencia cierta cuáles son? La mera suposición de que alguien conoce las "necesidades de la sociedad" se sostiene sobre asombrosas personificaciones (la de que la "sociedad" puede ser algo o alguien con necesidades particulares y que éstas pueden conocerse con precisión) y mistificaciones descaradas.
           Naturalmente, la primera de esas mistificaciones está basada en la sinécdoque porque toma una parte por el todo y, erigiendo la cabeza de Manolito en representación de la generalidad, confunde las necesidades de la sociedad con los intereses de las empresas y los negocios, descartando alegremente que el colectivo humano pueda tener ningún interés en la historia, el lenguaje, la filosofía, la literatura, el arte o, precisamente, el análisis sociológico. En realidad, al liquidar la sociología, esta ideología humanisticida pretende erradicar cualquier otra posible descripción de lo social que pueda discrepar con la muy raquítica que ella propone - y de paso poner en la calle cualquier voz crítica. Lo primero que hizo Pinochet después de su golpe de Estado fue cerrar las Facultades de Sociología.
            En último extremo, semejante argumento resulta propio de una ideología como la neoliberal en que la Economía ha sido hipostasiada y mitificada más allá de toda cordura y cuya bendita divinidad es inciensada por sacerdotes que se arrogan la interpretación correcta de sus deseos. No son pues las "necesidades de la sociedad", sino la servidumbre a las empresas a lo que se refiere Hakubuncito Shimomura, igual que Manolito no pierde oportunidad, ni siquiera cuando está enfermo y sus amigos vienen a hacerle una visita, para hacer propaganda del negocio de su papá.
            Shimomura es, pues, representante del poder de los negociantes y tenderos, que han conseguido un papel dominante en la interpretación de lo que es o no es sociedad y para qué sirve eso y que, en su insultante chulería, manifiestan sin disimulos el desprecio que les merece cualquiera de las asignaturas que se les daban fatal en la escuela, todas ellas conectadas con la cultura y el pensamiento.
            Aparte de eso, la pretensión que traduce su circular es de un cinismo mayúsculo: al convertir la Universidad en una maquinaria al servicio de los negocios y empresas, lo que se pretende es que sean los contribuyentes los que paguen los cursos de formación que estos requieren. La visión del sistema educativo superior de un Estado sin otras funciones que el manolitismo es el colofón de esta ideología que poco a poco ha ido sincerando su discurso conforme las tragaderas de la sociedad (esta vez sí) se han ido preparando para ello.
            Para aquellos que dedicamos nuestras vidas laborales al estudio y el desarrollo del conocimiento en Humanidades y Ciencias Sociales, las conclusiones son perentorias: ¡atención!, ya no se trata de rumores ni de globos-sonda. Estos no son cierres por crisis ni recortes por problemas de presupuesto ni medidas selectivas para mejorar la excelencia, las excusas habituales. Incluso los tibios estarán de acuerdo en que esto es algo a lo que no se había atrevido ninguna de las dictaduras de diverso signo conocidas a lo largo del siglo XX.
            La claridad con que el Manolito japonés ha hecho su propuesta (¡a la que han respondido positivamente 26 universidades!), la importancia relativa que tiene un país como Japón (¡qué trágico destino el suyo, como anodadada para mucho tiempo por dos bombas atómicas!) hacen que, por mucho que haya habido réplicas y respuestas (incluso la organización empresarial japonesa se ha desmarcado del despropósito), el asunto exija prepararse para una defensa numantina.
            Más aún, debemos pasar al contraataque y ese contraataque exige socavar y dinamitar el pensamiento neoliberal, nuestro enemigo declarado, en el que se basan este tipo de propuestas. A ese objetivo debemos dedicar nuestra inteligencia y nuestra formación si es que queremos devolver a la sociedad lo que de ella hemos recibido y garantizar para ella precisamente todas esas cosas que Susanita echa en falta en la cabeza de Manolito.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Carta abierta a Manuela Carmena



Apreciada Sra. Carmena:
Me dirijo a usted como profesor de filología en la Universidad Complutense y uno de los muchos ciudadanos madrileños (aunque vivo en la sierra, trabajo en la ciudad, y no dejo de considerarme un vecino madrileño de la periferia) que sintieron una enorme alegría al verla acceder a la alcaldía de la capital, presumiendo que con usted llegaban también aires nuevos y más respirables. Quizá por eso mi desazón ha sido mayor al saber que ha ordenado usted colgar del edificio del consistorio un gran cartel en que se da la bienvenida a los refugiados…en inglés.
Permita que le pregunte, Sra. Alcaldesa: ¿a quién se dirige usted con esa bienvenida? ¿A esos refugiados? Siendo en su inmensa mayoría sirios e irakíes, ellos hablan distintas variedades del árabe: ¿no hubiera sido más lógico rotular el texto en esa lengua, si usted quería que de verdad sintiesen la bienvenida? No ignora usted sin duda que, con ese mismo mensaje público, se manifiesta usted en representación de los vecinos de la ciudad de la que es usted Alcaldesa, una población que se comunica, hasta el presente, en lengua castellana. Sin embargo, su cartel no está ni en árabe ni en castellano. Está en inglés, una lengua ajena para ambas comunidades. ¿A quién se dirige usted entonces, Sra. Carmena?, ¿a quién y en nombre de quién le da la bienvenida en inglés?
No me cabe ninguna duda de que usted sabe que las lenguas no son sólo medios de comunicación, sino que también poseen un valor simbólico. Las lenguas son símbolos de identidades colectivas. Y digo que no me cabe duda de que le consta porque, de hecho, usted ha elegido el inglés como idioma del texto a sabiendas de que muchos madrileños quedan excluidos de su comprensión directa, al igual que la mayoría de los refugiados, alfabetizados en caracteres árabes. En cambio, podría pensarse que, quienquiera que pueda entender “Refugees Welcome”, hubiera entendido “Refugiados, Bienvenidos”, aunque sólo fuera por su similitud formal y su función. No, el cartel no tiene en cuenta la comprensibilidad, sino, estrictamente, el valor simbólico.
Y, ¿qué puede simbolizar el uso de la lengua inglesa sobre la fachada del Ayuntamiento de la capital de España? Seguramente quien le ha aconsejado al respecto le habrá dicho que esa elección signfica “modernidad” y “globalización”. Permítame que, aprovechando para recordarle que ésas son dos consignas neoliberales, discrepe rotundamente con el consejo dado y con la decisión tomada.
Esa decisión ignora la lengua de quienes serán acogidos y desprecia la de quienes les darán acogida. El efecto simbólico de que una institución como el Ayuntamiento de Madrid relegue el castellano para manifestarse en una tercera lengua, una lengua sin ninguna oficialidad y ajena a todos los implicados, sólo puede ser el de subrayar la superioridad de ese idioma sobre el de la población concernida. Es decir, el uso de esa tercera lengua sólo puede llevar a pensar que lo que usted y yo hablamos entre nosotros es, en alguna medida, menos digno o menos adecuado. En cuanto a los refugiados, sirios o irakíes, sin necesidad de hurgar mucho en ello, ¿cree usted que se sentirán identificados con la lengua de Estados Unidos o Gran Bretaña?
Sra. Carmena, lo diré con crudeza: ese cartel tiene el mismo valor simbólico que el de la bandera de una potencia ocupante. Es, pues, un insulto, una ofensa tanto para la población de Madrid (y de todo el Estado, en tanto que Madrid es su capital) como para la población de refugiados a la que se pretende dar la bienvenida.
La política lingüística existe, Sra. Alcaldesa. Quien le ha aconsejado colocar ese cartel en esa lengua se lo ha aconsejado en nombre de una determinada política – que es, tristemente, la misma que la de consistorios anteriores y, a mi juicio, del todo equivocada.
Permítame algunas preguntas más: ¿cuál es el compromiso de Madrid con la lengua castellana? ¿Cuál es su compromiso personal? ¿Duda usted de que, si ese cartel se hubiese desplegado en Barcelona o Bilbao, no estaría redactado en catalán o euskera, respectivamente? Y, ¿qué conclusión saca usted de eso? ¿Qué son provincianos y catetos? No, Sra. Carmena: no son más provincianos que otros, sino que están comprometidos con la defensa de sus respectivas lenguas, una defensa que pasa por su visibilidad pública prioritaria. Lo provinciano, lo cateto, es utilizar el inglés: eso equivale a declararse expresamente provincia del imperio.
Permítame también que, aprovechando esta circunstancia, me extienda sobre esta cuestión, que yo esperaba ver cambiar con su llegada al consistorio. Madrid debe expresarse en castellano, en primer lugar, y orgullosamente en castellano – una de las lenguas oficiales en la ONU y de las más universales, con más hablantes nativos aún que el inglés. En segundo lugar, y en tanto que capital de un Estado plurilingüe, Madrid debería dar visibilidad a esas otras lenguas oficiales en el Estado.
Seguramente no habría tantos catalanes deseando independizarse del país si la capital reconociese que la lengua materna de esos ciudadanos también tiene un lugar en ella. Sra. Carmena: los lugares públicos de Madrid deberían estar rotulados, además de en castellano, en catalán, euskera y gallego – precisamente porque las lenguas tienen un valor simbólico y político. Cuando llega al aeropuerto de Barajas, un hablante de catalán, vascuence o gallego, debería sentir que llega a casa y encontrar los carteles redactados en su lengua, no porque no entienda el castellano (en general, en esa cartelería la iconografía suple con creces la necesidad de usar cualquier idioma), sino porque es un acto de cortesía elemental. Con ese guiño, les reconocemos. De nuevo, el uso de las lenguas es político y no comunicativo. No entender esto, o entenderlo sólo para ponerse de rodillas ante el inglés, es un fracaso y una humillación para quienes esperamos desesperadamente que alguien, por fin, comprenda algo.
La política lingüística es parte de la Política, con mayúscula. Por favor, Sra. Carmena, revise seriamente la política lingüística del Ayuntamiento de Madrid. Para esa tarea, me pongo encantado a su disposición.

jueves, 3 de septiembre de 2015

La inocencia ahogada

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Había decidido no volver a escribir Por lo bajini. Y lo había decidido porque, primero en la forma de una sensación incómoda que se confundía con la batalla por el estilo, después con una acidez cada vez mayor, con esa agitación que trae el ardor del estómago y que no deja que encuentres postura definitiva, fui dándome cuenta de que me censuraba. No encontraba palabra definitiva porque no me atrevía a publicar la que me lo parecía. Eso, pensaba, era el colmo de los colmos: me publicaba a mí mismo para no tener que dar cuentas a nadie, para no tener que ceder a las condiciones de ningún editor ajeno - y me censuraba yo solo. No decía lo que verdaderamente quería decir ni de la manera que debía decirlo. Tenía miedo. Había cosas, sentía, que podrían traerme a la policía a la puerta de casa. En esas condiciones, para no decir exactamente todo lo que y como pensaba, no merecía la pena escribir.
No es fácil admitir que uno se autocensura. Antes de reconocer que me tachaba a mí mismo las palabras llegué a elaborar una teoría según la cual todo estaba ya a la vista: ya no había nada que añadir, puesto que nada se ocultaba ya a quien quisiera ver (y quien no veía ya no vería nunca, no le haría ver toda la prosa del mundo, porque no estaba dispuesto a abrir los ojos). Mi escritura (casi casi la escritura entera) se había vuelto innecesaria. Eso, sin embargo, no debía parecerles del todo exacto, suficiente o consolador a quienes manejan las páginas del BOE, que siguieron trabajando para darme la razón. Finalmente, la Ley Mordaza remachaba mi ataúd como articulista de por libre. Esa ley está hecha para gente como yo. Si digo lo que pienso sobre esa ley, sobre sus perpetradores y sobre la respuesta que debe darse a esa ley y a sus perpetradores, mañana estaría en un calabozo. Como veis, no lo digo. Vivo en un mundo sin libertad de expresión, eso es todo. Espero que decir que tengo miedo sea aún tolerable y no perseguible.
Había, pues, decidido callarme para actuar de otro modo, un modo que no dejara pistas ni huellas que pudieran llevar a los sabuesos hasta mi puerta, por pura cobardía. O a lo mejor, vamos a ser sinceros, para no actuar de ninguna manera. Pero ahora, a la vista de esa fotografía de un niño escupido por el mar sobre una playa turca, he sentido la necesidad de volver a decir algo, aunque sea, perdonadme, de forma alegórica, eufemística, autocensurada.
La más irónica, hiriente y repulsiva de las circunstancias acompañantes de este mundo neoliberal, este mundo al que se le llena la boca mascullando la palabra “libertad” y que tumbó el Muro de Berlín y Telón de Acero, es que se ha hecho especialista en levantar muros, telones y vallas para impedir la más básica e inalienable de las libertades: la libertad de movimiento. Países como Hungría, que sufrió especialmente el Telón, que intentó reiteradamente horadarlo y que fue la primera en hacerle un boquete adonde corrían los ciudadanos de la Alemania del Este para huir a “Occidente”, a la “libertad” - países como Hungría forman hoy el paradigma de la “firmeza” contra quienes, sin más, quieren ir libremente de un lugar a otro: alambradas, muros, policía o, lo más insólito en el paraíso capitalista, la prohibición de subir a un tren a ciudadanos con billete.
Los refugiados huyen de las armas europeas y norteamericanas, de regiones devastadas por guerras cuyos detonantes o azuzadores (y me amparo detrás de El Roto para decir esto, puesto que él ha dibujado lo mismo - él y nadie más en los medios de comunicación de rigor) han sido los mismos gobiernos “occidentales” que ahora se llevan las manos a la cabeza ante la desbandada.
Pero no son sólo las guerras (es decir, la manifestación última y más radical del sacrosanto concepto de competitividad, la continuación de la competitividad por otros medios) las que empujan hoy y seguirán empujando a la gente a abandonar sus tierras en busca de seguridad y recursos para vivir. En guerra y en paz, se trata de todo un sistema cuyo axioma fundamental consiste en que la economía es (y así debe ser) una manta que no da para cubrirnos a todos, una cobija con la que, si el mundo se tapa los pies, se destapa la barriga, o viceversa. Su complemento fundamental, indispensable, sin el cual todo lo demás carece de sentido, es la imposibilidad de huir de la intemperie buscando refugio allí donde sí cubre.
La foto de ese niño escupido por el mar sobre la playa es la foto de nuestro sistema económico e ideológico: es la foto de los pies doblándose malamente, contorsionándose hacia la barriga llena y tapada. Es también la foto del “sentido común” de nuestros gobernantes y el de esa minoría mayoritaria, de ese largo tercio de nosotros mismos que volverá a apoyar el poder de los lacayos del poder, que volverá a apoyar nuestro cachito de ventaja competitiva. La foto de la inocencia ahogada en el mar es nuestra foto, no hace falta que busquemos otra.