Este
jueves pasado hemos vivido una situación insólita, extraordinaria, propia
solamente de un verdadero estado de guerra: todos se han unido contra el bando
agresor. Todos, desde los anarquistas a los jueces, los bomberos o los actores,
los médicos y los enfermeros, los profesores, los administrativos, los policías
y hasta los militares, de todos los gremios, los géneros, edades y opciones
sexuales; sindicatos que nunca coincidían; ondeaban todas las banderas
políticas, la republicana y la monárquica juntas. Cuando digo todos, digo todos.
Una
representación nutrida de sectores fundamentales de la sociedad se ha reunido para
lanzar un mensaje común: a diferencia del gobierno (que trabaja para una
casta), nosotros sí luchamos contra
la “crisis”. Aquí estamos para demostrarlo. No nos cruzaremos de brazos. Estamos
dispuestos a dar la batalla. Y somos muchos, somos incluso más de los que hubiéramos
imaginado. La razón: hemos entendido de una maldita vez qué es la “crisis”. La
Crisis, con mayúscula. Ese tema.
Llevo
años combatiendo, modestamente, contra el lenguaje oficial y sus
mistificaciones. He comprobado su naturaleza coriácea: hace no tanto escribía
con desesperación, resignado a aceptar que la indestructible pantalla del
discurso propagado por todos los voceros del poder parecía suficiente para
abotargar las mentes e impedir la reacción adecuada – pero eso está cambiando.
La
manifestación de este jueves 19 de julio (malditas coincidencias) es la prueba
palpable de una sensación creciente: la gente ya no se lo cree. La ciudadanía
ya no se lo traga. Ya no nos lo creemos. En cierto modo, hemos asistido al
fracaso del discurso oficial, a su entierro multitudinario. El significado real
de la ideología de la Crisis, aprovechada para justificar el desmantelamiento sin
debate y por decreto del llamado Estado de Bienestar, ha quedado por fin
desvelado a los ojos de todos como por ensalmo.
Ahora
redoblarán sus amenazas de apocalipsis y, después, a partir de aquí, comenzará
la represión pura y dura. Pero los ministros saben que tendrán una actitud social
enfrente. Entramos en otra fase, ¿qué ha obrado el milagro?
La
diputada Andrea Fabra tradujo espontáneamente los sentimientos del gobierno y de
esa casta para la que trabaja el gobierno con respecto a la llamada “crisis”:
“¡Qué se jodan!” ¿Puede haber algo más claro y sencillo de interpretar? Ese
alivio espontáneo de una diputada evidente haciendo su trabajo, disfrutando
sádicamente al hacer su trabajo – que consiste básicamente en desposeer a los
que no tienen nada, a gente que efectivamente
se está jodiendo, para dárselo a los que les sobra todo-, ese pedo verbal ha
sido capaz de sacar de su sueño hasta al más alelado. “Una expresión de júbilo
así, un grito orgásmico tan sentío, tan irreprimible, ¡debe oírse también sinceramente
en tantas mansiones lujosas, al amparo de sus cuatro paredes con cuadros caros
y sin cámaras ni micros indiscretos¡”, ha pensado hasta el más distraído. Esa
exclamación ha hecho más por la desilusión y el descreimiento del pueblo que
años de proclamas antisistema.
Un
cartel con esa leyenda se desplegó al sol durante unos instantes desde la azotea
del nuevo Ayuntamiento, la Casa de Correos – justo el tiempo que tardaron en
ser reducidos sus muñidores. La gente que ocupaba Cibeles aplaudía fervorosa a
la exhibición, coreaba el exabrupto transformado mágicamente en consigna, en la consigna, y animaba a su bando en la
lucha que se libraba a brazo partido en la azotea.
Lástima
los petardos de los bomberos. Aparte de que me aturden, soy un clásico y para mi
gusto no combina bien el ambiente fallero con las ocasiones serias. Después de hora
y pico tuve que irme a comer un bocadillo y creo que mientras tanto se leyeron
manifiestos y esas cosas. Me los perdí. Bueno, gracias a la diputada Fabra ya no
hacen falta.