He
estado mucho tiempo callado. En realidad estaba mudo, sin palabras.
Miraba alrededor, leía la prensa, estudiaba mis facturas, me
enteraba y cada vez que iba a abrir la boca, la realidad me la
tapaba. ¿Qué necesidad, me decía, hay de decir nada, de explicar
algo? ¿No está todo a los ojos de todos? A buen entendedor...
Quienes no ven la manera en que se nos esquilma y se nos hunde en la
miseria tienen poco remedio, es que no quieren verlo. Sé que
no escribo para ellos. Pero la gente para la que yo escribo, están
todos de vuelta y media. No tengo nada que añadir a la claridad
luminosa que reina como un nuevo amanecer: preferentistas, jubilados,
funcionarios, jueces, bomberos, médicos, profesores.... todos
tenemos amigos caídos en la guerra que se nos ha declarado.
De
hecho, me había cansado de analizar esa guerra, de denunciarla, de
estudiarle los matices en la voz, de mofarme de sus conquistas, de
escribir sin hacer otra cosa que señalarle las vergüenzas al
enemigo, pero sin llegar de verdad a encontrarle las cosquillas.
Ahora
creo que no puedo seguir callado. Siento que ha llegado el momento de
recuperar la voz, pero no para seguir denunciando al buen tuntún de
la actualidad como un lector de periódicos cabreado, cada día más
histérico, sino para proponer alternativas. Ya está bien de
criticar; hay que aportar ideas - lo dicen todos los telediarios.
Ya
no basta con lamerse las heridas, hay que pasar al contraataque. Así
que me he puesto a pensar en algunas ideas que poner sobre la mesa.
Sí, sí, no me miréis así. Estoy hablando de propuestas: mi
paquete de medidas, digamos, mi modesta proposición. Comenzaré con
una iniciativa. Seguro que más adelante se me ocurrirá alguna más:
podéis estar seguros de que, llegado el caso, os las comunicaré inmediatamente.
He
tratado de ser lo más realista que he podido - ya me dirán otros si
he sido o no lo suficientemente realista. Busco ideas que no cuesten
dinero y que deberían regir a la comunidad en forma de leyes.
Deberían tener la garantía constitucional y el respaldo de los
Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, de la policía, de la
Guardia Civil, de la Ertzantza, del CNI. Ya hemos visto que, para lo
que trae cuenta, la Constitución puede cambiarse de un día para
otro.
La
primera medida que propongo es el
derecho universal al fracaso y la igualdad en su acceso.
Si
es usted un banquero, tiene pleno derecho a fracasar. Sin
limitaciones. Usted será rescatado. La cosa no tendrá mayores
consecuencias: aunque hunda usted su banco, usted seguirá
disfrutando del mismo tren de vida. Seguirá residiendo bajo techo en
su primera y en su segunda residencia, comiendo y bebiendo a
voluntad, recibiendo la mejor atención médica. No, hombre, no se
preocupe: no irá usted a la cárcel.
Si
es usted ejecutivo, uno de esos altos ejecutivos de corbata rosa,
también tiene usted pleno derecho a fracasar. Incluso aunque hunda
la compañía para la que trabajaba, puede murmurar, como si fuese
una verdad evidente: "Todo el mundo tiene derecho a equivocarse"
y, antes de cambiar de aires, cobrar su liquidación blindada por
valor de un montón de millones. Es posible, de hecho, que su trabajo
consista precisamente en hundir empresas, convirtiendo el fracaso en
su manera particular de éxito, pero incluso aunque ese no sea el
objetivo, su responsabilidad y el precio que debe pagar por ella es
muy, muy limitada.
La
protección contra el fracaso de ciertos sectores interesa
enormemente al gobierno. Según una nueva ley, de la que informaba la
prensa el pasado día 25 de mayo, si es usted "emprendedor"
no tendrá que responder de sus fracasos con su casa como prenda.
Quizá pierda su inversión y su tiempo, pero ningún crédito
impagado amenazará su seguridad. ¿Por qué? Muy sencillo: porque es
mejor. Usted también tiene derecho al fracaso, qué caray. Nada
podrá quitarle el sueño. Por si su red familiar no fuera lo
suficientemente tupida o sus relaciones no eran lo suficientemente
solventes como para rescatarle, el gobierno le asegura.
En
cambio, ay, amigo, si eres un asalariado sin familia o amigos
pudientes, especialmente si eres un obrero inmigrante, no tendrás el
menor derecho al patinazo.
Si
hay que medirla por sus consecuencias, la responsabilidad se agranda
de arriba abajo (¡no al revés!): a menor responsabilidad, mayor
salario y mejor cobertura contra el fracaso.
De
las falsedades que repite el discurso dominante hay algunas especialmente
sangrantes.
Una
de ellas dice que es justo que el inversor o el empresario tenga
mayores garantías que el obrero, porque el inversor o empresario
arriesga la fortuna que ha invertido en el negocio. Bueno, es posible
que el trabajador no se juegue nunca tanto dinero,
pero el caso es que se lo juega todo en cada contrato.
Si
su empresa quiebra, a diferencia de sus jefes, la responsabilidad del
empleado será inmensa, total - y las consecuencias, para echarse a
temblar. Será despedido, perderá su salario y, después de perder
su salario, habrá perdido el techo, la comida y la bebida, la salud,
la tranquilidad, el sueño y hasta las ganas de vivir.
Otra
de las grandes memeces que se repiten de emisora en emisora es la
idea peregrina de que cada persona recibe lo que se merece. Ésta es
quizá una de las idioteces verdaderamente grandes. Pensemos en los
niños: ¿cuál de ellos se ha merecido lo que tiene? Obviamente
ninguno. No han tenido tiempo para hacer merecimientos. Se dirá:
"Pero son los merecimientos de sus padres los que le benefician
o perjudican." Quizá, pero para el niño, esa circunstancia no
deja de ser un azar, una lotería - la lotería genética. De
entrada, ninguno de los menores se ha ganado lo que tiene.
Y,
¿es que alguien ignora que en el futuro de los niños pesarán como
una losa los números que le tocaron en suerte - el medio
sociocultural, el acceso a la formación, las garantías sanitarias,
las proteínas de su alimentación? Si bien se mira, los méritos o
deméritos de sus padres -que también fueron niños- suelen estar, a
su vez, fundados en esa casualidad.
A
ese azar fundamental se añadirá más tarde el azar, bastante
probable, del fracaso personal. A mi me parece bien que se asegure a
los banqueros, a los altos ejecutivos y a los emprendedores:
cualquiera concluirá conmigo que lo que habría que hacer es,
igual que se hace con ellos y por las mismas razones (porque es
mejor), asegurarnos todos contra una sociedad enormemente
azarosa. Asegurémonos, quiero decir, todos por igual.
¿Por
qué la derecha, tan celosa de preservar a toda costa la igualdad
entre las distintas Comunidades Autónomas, cuya asimetría en
cualquier aspecto le parece intolerable, tiene tan poco interés en
eliminar las asimetrías entre las clases sociales y entre las
personas?
Recientemente
una Delegada del Gobierno declaraba muy convencida: "Es bueno
que haya ricos y pijos: ellos son los que consumen y gastan dinero."
No voy a entrar en el debate sobre la causa de la bondad: si eso es
bueno, ¿entonces por qué no todos?, ¿por qué sólo unos
pocos?
Y
si la Delegada me saliera al paso con alguna razón por la cual no
todos podamos ser ricos y pijos a la vez, preguntaré a continuación:
"Bueno, y ¿por qué no por turno?"
El
muy diferente seguro contra el fracaso que nos asiste a unos y a
otros es el índice de desigualdad más ofensivo de nuestra
organización social. Eso sí que son derechos históricos
arbitrarios.
La
buena o mala organización de una sociedad no se prueba en la
bonanza: cualquier sistema es bueno cuando hay de sobra. En el
paraíso no harían falta estructuras comunitarias. La buena o mala
organización social se verifica en las adversidades: es precisamente
para eso para lo que debe organizarse la sociedad. Es para
enfrentarnos a las dificultades para lo que nos trae cuenta el pacto
social.
La
sociedad no debe estar preparada para el triunfo, sino para el
fracaso - para la impotencia, para la vulnerabilidad, para la
debilidad. La seguridad social nos conviene porque este mundo es ya
bastante jodido.
Por
eso ahora, precisamente ahora, resulta inexplicable el
desmantelamiento de los servicios públicos. Por eso, el que ahora,
en estos momentos de progresivo empobrecimiento, se nos recuerde que
la vida es dura, y que debemos prepararnos para cosas peores aún,
aparte de un insulto, es una prueba más de que soportamos un orden
al que sólo un sádico puede encontrar fundamento.