miércoles, 15 de marzo de 2023

Una peligrosa manera de pensar

 

Tras las huellas de una pesquisa que me ocupa esta temporada he estado leyendo un opúsculo muy interesante: La función política de la mentira moderna (Pasos perdidos, Madrid 2015). Su autor, Alexandre Koyré (1982-1962), fue un filósofo e historiador de la ciencia francés de origen ruso, que escapó de la Francia ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y recaló en Nueva York, donde escribió este texto publicado en 1943. En él, Koyré pretende explicar el uso de la mentira en los regímenes totalitarios y, más en concreto, en el régimen nazi que le había forzado al exilio por su condición de judío y antifascista: (p. 42) “los regímenes totalitarios se fundan sobre la primacía de la mentira”, subraya.

            El ensayito, de unas sesenta esponjadísimas páginas, tiene una construcción retórica arriesgada y, al mismo tiempo, muy gratificante para el lector. Se va leyendo con interés creciente no exento de escepticismo, con sensación de que, pese a los intentos del autor, hay un planteamiento deslavazado y a veces más voluntarista que convincente, más activista que científico. Pero, como si fuera un premio al lector esforzado y paciente, concluye con lo más interesante: la descripción de lo que Koyré denomina “antropología totalitaria”. Cuando se llega a la formulación de esa antropología, que “no admite que exista una esencia humana única y común a todos” (p. 73), tal y como la antropología aristotélica concibe una separación esencial entre el hombre libre y el esclavo, como se aclara en una nota, de pronto se encaja todo lo anterior.

            El hilo argumentativo parte de la idea, fácil de entender en 1943, de que la mentira al enemigo, a los “otros”, sería algo natural. Koyré sugiere que, como correlato del estado de guerra, de naturaleza excepcional, se produciría también un estado de excepción epistemológica, en el cual se opera la perversión de los supuestos básicos de la comunicación: la mentira, no ya la verdad, sería el fundamento de la comunicación. En esas condiciones “la mentira a los ‘otros’ (...) sería algo obligatorio.” (p. 50) La lógica que regiría en ese mundo transvalorado (por usar una expresión nietzscheana) sería la de la sociedad secreta, para la cual “la palabra no es más que un medio de ocultar el pensamiento.” (p. 60)

            Y esto es así aunque la idea parezca contradictoria o incompatible con un ámbito como el de la política, en que las declaraciones públicas son indispensables. Koyré, quien recurre abundantemente a la fuerza explicativa de la paradoja (algo que me complace especialmente), describe ese mundo como el de una “conspiración a la luz del día”. En ese contexto, obligado al mismo tiempo a manifestarse y a callar, se recurre a la “mentira en segundo grado”: incluso cuando se dice la verdad, se miente, porque se tiene la intención sistemática de engañar. “Toda declaración pública es un criptograma y una mentira”, escribe el filósofo francés. (p. 70)

            Como dije, es en sus páginas finales (pp. 74-75) donde se detalla la naturaleza de la “antropología totalitaria”, un pensamiento en último extremo retórico que segrega esencialmente al orador del auditorio, tanto da propios que extraños, transformados todos en los “otros”. El desprecio consustancial de esa mentalidad hacia su auditorio permite entender con precisión cuanto se ha dicho hasta aquí. Las premisas y supuestos de esa retórica totalitaria serían los siguientes:

 

            “Las masas creen todo lo que se les dice, a condición de que se les diga con la suficiente insistencia, a condición de que se halague sus pasiones, su odio, su miedo. Es, pues, inútil no traspasar los límites de lo verosímil. Todo lo contrario, cuanto más burdas, descaradas y crudas sean las mentiras, más fácilmente serán creídas y seguidas. De igual manera es inútil tratar de evitar las contradicciones: la masa no las percibirá nunca; también es inútil esforzarse en coordinar el discurso dirigido a unos del dirigido a otros: nadie creerá lo que se dice a los demás y, sin embargo, todo el mundo creerá lo que se le dice a él. Es inútil buscar la coherencia: la masa no tiene memoria; es inútil ocultar la verdad: la masa es radicalmente incapaz de percibirla; es inútil incluso aparentar que no se la engaña: no comprenderá nunca que tiene que ver con ella, que tiene que ver con el tratamiento al que se la somete.” (pp. 75-6)

 

           Es ésa, en el fondo, una visión militar o gerencial de la sociedad, cuyos elementos se dividen, funcional, honorífica y salarialmente, en oficiales y carne de cañón, o en ejecutivos rutilantes y sufridos empleados. Resulta fácil también atribuir ese pensamiento a los políticos profesionales, para quienes los electores no son más que un “rebaño” desorientado al que hay que dirigir con la mano firme de un pastor. Pero resulta difícil no encontrar también algo de eso ¡en uno mismo! Sobre todo, al menos, si uno mismo es un intelectual, un profesor, un investigador, un pensador profesional: si hacemos caso a Koyré, cada vez que decimos, con desprecio, “la gente esto” o “la gente lo otro”, estamos activando nuestro pensamiento totalitario, en el que nos desmarcamos de “las masas” incapaces de pensar por cuenta propia. Estamos separando dos bandos: los que pensamos y los que no.

            Incluso desde posiciones de izquierda, donde se da por supuesta una mirada compasiva y solidaria, nos descubrimos sintiendo desprecio por una parte seguramente mayoritaria de nuestros congéneres. ¿No es eso lo que las “masas” trumpistas detestan de los “liberales” que habitan esas torres de marfil en que se han convertido las universidades de postín? ¿No es en respuesta a ese desprecio por lo que se refugian a la sombra de los nuevos fascismos que halagan la ignorancia, la incultura, la vulgaridad?,  ¿lo que ha permitido que la extrema derecha haya conseguido que la idea de “élite” (es decir, de oligarquía) no se asocie a la riqueza, sino a la educación? La “antropología totalitaria” de Koyré define un pensamiento elitista del que debemos protegernos a nosotros mismos.

            Un consejo que trato de aplicarme yo mismo: no volver a decir nunca “la gente” y a continuación la tercera persona del verbo, sino utilizar en su lugar la primera persona del plural: “nosotros”. No digas: “La gente es muy manipulable”; di en su lugar: “Somos muy manipulables”. No digas: “La gente se traga cualquier cosa”, recuerda las circunstancias en que te has creído lo imposible y di: “Nos tragamos cualquier cosa”. No digas: “La gente no tiene memoria”; si de verdad lo crees, di: “No tenemos memoria”...

            De ese modo la misma verdad pasa del registro totalitario, en que no todos los hombres son iguales y algunos ni siquiera alcanzan la categoría de seres racionales, al registro democrático (o ácrata, como a mí me gusta más), en el que todos merecemos la misma confianza y, a la vez, la misma desconfianza. La crítica despectiva, cínica, estéril se convierte así en autocrítica compasiva, pero también legítima, incisiva y mordaz.