Vivimos tiempos de comunicación alta, gravementemente contaminada, una era lingüísticamente tóxica. Vayan dos ejemplos no muy rebuscados de lo que, con fuerte dolor de oídos, quiero decir.
Asistimos en estos días a una pugna entre dos recuas que han tomado como rehén a una pobre chiquilla de dieciseis años. La prenda: un pañuelo o toquilla llamado ‘hiyab’. Por un lado, un grupo de ultraderechistas e integristas cristianos dispuestos a humillar y ofender a los musulmanes (en su gran mayoría de origen marroquí) a la menor oportunidad; por el otro, una rancia hornada de machistas disfrazados de espiritualidad. Estos espectáculos no son insólitos. Pero lo peor (aparte del sufrimiento de la pobre menor atrapada entre dos bandos de descerebrados), lo que hace que me ponga a escribir al respecto después de haberme resistido a hacerlo en lo que va de mes, es que, en su disputa, tanto los racistas como los sexistas se apropian de argumentos que han sido afinados históricamente por un tercer grupo de tipos a los que ambas pandillas enfrentadas desprecian y han combatido de toda la vida: los progres y ateos. Así, los ultras racistas recurren, para abofetear a todo un colectivo de extracción humilde y extranjera en la persona de una frágil jovencita, a la bandera de la lucha contra la sumisión de la mujer; mientras que los machistas recalcitrantes alegan por su parte la libertad de creencias y achacan a la discriminación religiosa las dificultades que encuentran para imponer a las chicas su discriminación sexual.
De esa triste manera, los antiilustrados reciclan para lavar su suciedad un lenguaje que nació precisamente para librarnos de ellos.
Otro tema: expertos de todas las tallas, edades y capacidades craneanas (el último un tal Solchaga) insisten en la necesidad de que el gobierno tome ‘medidas impopulares’, sic, contra la crisis. No hace falta, en cualquier caso, tener muchos centímetros de diámetro cerebral para comprender por qué han de ser ‘impopulares’: todas y cada una de las que insinúan tienen como objetivo lesionar los intereses de las capas populares y trabajadoras. Como, obviamente, la gente no aprobaría ni una sola de esas medidas si se les pidiera opinión, han de ser por tanto ‘impopulares’. Obsérvese que, por las mismas razones y si usáramos el griego en lugar del latín, serían sencillamente ‘antidemocráticas’. Y, ¿en nombre de qué se solicitan? En nombre, ya se sabe, de los ‘mercados’ y de los ‘inversores’, en nombre de los ‘creadores de empleo’ – todos esos tipos que, en lo fundamental, pretenden ganar dinero sin trabajar. Esa partida de vagos que nos quiere poner a todos a currar de la manera más precaria posible representa, pues, la nueva soberanía del país: manifiestamente, son sus voluntades y no las del pueblo las que han de satisfacerse. ¿Por qué, entonces, se sigue hablando de ‘democracia’ y no de ‘corporocracia’, ‘inversocracia’ o ‘mercadocracia’?
En resumen: desde el púlpito, el predicador habla de libertad, tolerancia, respeto y presunción de inocencia mientras le toca sus partes al pobre monaguillo.
"En el tema de las medidas impopulares, propongo que la Real Academia española vaya ya cambiando la definición de impopular: 1. adj. "Que no es grato al pueblo o a una parte importante de él" y que en lugar de grato ponga GRATIS.
ResponderEliminarDavid G.
Está bien lo de relacionar lo impopular con lo antidemocrático. El gobierno que tome medidas impopulares probablemente pierda en las urnas. El problema es que gobernará otro gobierrno que tomará más medidas impopulares. O sea que nos tienen bien cogidos por las partes seamos o no monaguillos. Y hablando de monaguillos: ¿qué me dice usted de que ahora nos quieran vender al santo padre de Roma como el adalid de la lucha contra la pederastia?
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