“El líder conservador anuncia nuevas reformas”. “El líder conservador urge las reformas”: titulares de ese tipo se han convertido en moneda corriente en nuestra prensa. Fueron de rigor cuando Nicolas Sarkozy ganó las elecciones presidenciales en Francia, hasta tal punto que los comentaristas tenían problemas para decidir si debían hablar de él como el “líder conservador” o como el líder “reformista”. A fecha de hoy día puede leerse: “El presidente conservador francés, Nicolas Sarkozy, anunció el jueves una serie de ajustes a la reforma de la jubilación”, o “Los franceses rechazan la reforma de la jubilación impulsada por el presidente conservador Sarkozy” - sin que nadie parezca sorprendido por la flagrante contradicción. ¿Es posible ser “conservador” y haberse convertido en el principal promotor de “reformas”? ¿No significa “conservar” más bien “dejemos las cosas en paz” en lugar de “vamos a arremangarnos y cambiar todo esto”?
El oxímoron ha ido adquiriendo cada vez mayor redondez y volumen, hasta que, en los últimos días parece estar a punto de estallar: David Cameron, el flamante primer ministro de Gran Bretaña y líder del Partido Conservador (sic) ha dejado a sus feligreses y a la propia prensa un poco aturdidos cuando, presentando su batería de reformas dispuestas para dinamitar lo que de Estado social queda en su país, ha salido por fin del armario: “Ahora nosotros somos los radicales.”
Y, de pronto, lo he comprendido todo, he caído del caballo.
Efectivamente: yo, que toda mi vida he sido, a juicio de mis interlocutores, un radical, un extremista, un exagerado y todas esas acusaciones que pretenden descalificar tu discurso por vía del cañonazo ad hominem - yo venía últimamente sintiéndome raro. Notaba que cada vez que oía a alguien hablar de “modernidad” o de “progreso” la adrelanina me hervía en el cuero cabelludo. ¿Qué me estaba pasando, a mí, que alguna vez había dicho “Si es tradicional, es malo”? De repente notaba que el pasado me gustaba más que de costumbre, que las innovaciones me parecían jugadas de trilero, que el I + D me sonaba a “Y deme más”, que los experimentos, con gaseosa, y no podía por menos que pensar, un poco melancólico: “Me estoy haciendo viejo”.
Pero, no. Aunque también, no me estaba volviendo viejo: me estaba volviendo conservador. O, más bien, igual que cuando se mueve un tren en sentido contrario al nuestro da la impresión de que somos nosotros quienes nos movemos, cuando quise darme cuenta, la historia, y no mi biografía, me había hecho conservador. A los rojos de mi generación, coherentes con sus ideas, la historia nos ha hecho conservadores. Nuestra palabra hoy, la unica palabra que intercambiamos, es “resistencia”. Nadie habla de “avance”, nadie habla ya de “conquistas”: sólo podemos soñar con resistir, resistir y resistir. O sea: conservar, conservar y conservar.
“Todo esto debe saberse”, pensé. “La gente debe darse cuenta de que todo es ahora al contrario de lo que hasta ahora había supuesto.” Como confirmaban los expertos en sondeos y tendencias sociales, el electorado europeo era centrista, estaba convencido de que quienes estaban en el gobierno eran moderados, gente pragmática, centrada y que los extremistas estaban fuera del gobierno, como su propio nombre indica, en los márgenes del sistema. Y sin embargo, tal y como los elegidos confiesan, es hora de que los electores compredan que estan siendo gobernados por peligrosos radicales camuflados con traje de chaqueta y corbata, mientras que los tipos de verdad conservadores, carcas, casi casi reaccionarios, yo diría, estamos por ahí, manifestándonos en zapatillas de deporte, vaqueros raídos y camisa por fuera del cinturón.
¿No se dan cuenta? Quien habla todo el rato de “reformas” (reforma laboral, reforma de las pensiones, reforma de la seguridad social, reforma educativa), quien nos exige no detenerse hasta alcanzar la “excelencia” o, aún más inalcanzable, la “eficiencia”, quien no se contenta nunca con la “productividad” existente, quien nos propone una vida de “competencia” deportiva y sin relajos, quien se sirve sin cesar de esos iconos verbales acuñados en los centros neocon mientras “implementa” con azogue hiperactivo una batería interminable de nuevos decretos y leyes que “ajustan estructuralemente” nuestras vidas es, tiene que ser, no queda más remedio que sea un peligroso e insaciable inconformista.
¿Es que no lo ven? Incluso las palabras de siempre les parecen manidas. Con el mismo fanatismo con que los revolucionarios franceses dejaron enero y julio para hablar de brumario y termidor, ellos han dejado de referirse a la justicia, a la igualdad, a la fraternidad, a la solidaridad, a la esperanza, a la utopía como inspiración u objetivo de ninguna especie – y en su lugar nos largan su farfolla angloide de fontanería financiera. Ellos, los neoliberales y sus lacayos, los socialdemócratas, después de cargarse los bares, cafeterías y ultramarinos que habíamos conocido de toda la vida y llenarnos las calles de sucursales bancarias, están dispuestos también a desmantelar los contratos que hemos conocido de toda la vida, las pensiones que hemos conocido de toda la vida, la sanidad que hemos conocido de toda la vida, la educación que hemos conocido de toda la vida, el paisaje que hemos conocido de toda la vida. Quieren cambiárnoslo todo: la tierra, el aire, el alma. En lugar de conformarse con lo de siempre, como dios manda, nos han sumido en un permanente estado de enloquecida experimentación. Y no sólo a los mayores: incluso se atreven con los niños. Porque, ¿qué otra cosa es sino un experimento radical con niños la masiva implantación de una enseñanza en una lengua distinta de la de sus padres, que es de lo que se habla cuando se habla de “bilingüismo”? ¿No supone, en fin, la economía de mercado que nuestros gobernantes idolatran, dispuesta a transformar radicalmente nuestro paisaje bajo el ladrillo y el hormigón, a sondear radicalmente el Ártico en busca de petróleo, a talar radicalmente la Amazonia para plantar soja, un serio y radical experimento con todo el planeta?
Gracias, señor Cameron, por su sinceridad: se llame como se llame su partido, usted, no, pero yo, sí, yo sí que soy conservador. Y qué felicidad haberlo descubierto. Hoy lo proclamo con lágrimas en los ojos: sí, soy conservador. Coño, por fin soy conservador. Soy conservador como los transportistas, los obreros y los estudiantes franceses que paralizan su país contra las reformas de Sarkozy. Soy conservador como los huelgistas y manifestantes griegos. Soy conservador y quiero que dejen en paz a los mayores y a los pequeños, quiero que dejen en paz al planeta, quiero que dejen en paz las leyes, las costumbres y las normas.
Y, de paso, quiero que todos los electores que gustan de votar centrado y moderado sepan que unos peligrosos radicales, unos auténticos antisistema, se han hecho surrepticiamente con el poder y están dispuestos a no dejar títere con cabeza. Por fin podré replicarle a quien me acuse de radical: “No te confundas: los radicales están en el gobierno”. El extremo es el centro y, consecuentemente, el centro es el extremo. El centro derecha y el centro izquierda: ahí está el abismo. Si quieren una política realmente moderada, centrada y sanamente conservadora, ya pueden ir pensando en la extrema izquierda – esa pandilla de apolillados y rancios antimodernos, gente a la que le gustaría, simplemente, que las cosas se quedasen como a finales de los años setenta o, poniéndonos estupendos, a principios de los ochenta del siglo pasado, con sus ambulatorios sin externalizar, sus convenios colectivos, sus Institutos públicos respetados, sus Universidades sin ránking, su fiscalidad progresiva, su mundo sin globalización ni escuelas de negocios, su Unión Soviética de cartón piedra, sus viajes en tren y hasta su peseta. ¡Qué viva Cánovas!