La modernidad se ha convertido en justificante último de todo: de la tecnología o los objetos de consumo, por supuesto, de la naturaleza de las relaciones, naturalmente, pero también como criterio para juzgar la bondad o perversidad de la política o de la economía. Si una “reforma” “moderniza” algo se da por bien acometida – aunque conduzca directamente a la más repugnante de las injusticias. Tampoco importa ya si una decisión política o incluso judicial es justa o injusta – importa si es moderna o no. Más, mucho más que un cómodo sinónimo de lo actual, lo moderno es la gran coartada del poder hoy.
La modernidad es, también, el juez definitivo en materia de lenguaje. Poco importa si el lenguaje que se usa es preciso, intenso, jugoso, adecuado o incisivo; sólo (solo) importa si es moderno.
El gran truco operado por la ideología del poder consiste en haber transformado a todo bicho viviente (o casi) en adorador de la modernidad por encima de todo y, a continuación, en proporcionarle esa modernidad por medio de un lenguaje que oculta por sistema la realidad de las relaciones de poder. La modernidad se pasea, efectivamente, con la chulería de una victoria militar. Por esa vía se han hecho presentables las propuestas más infames, se ha relegitimado el racismo, el clasismo, la desigualdad e incluso la impunidad del poderoso: Berlusconi es un ejemplo acabado de lo que significa la modernidad en las relaciones mundanas de poder.
La convicción de que todo lo de antes –la tecnología y los objetos de consumo, claro, pero también la naturaleza de las relaciones y las razones de las luchas sociales y políticas- ha quedado obsoleto es el reverso tenebroso de esa misma promoción de la modernidad: la lucha por la igualdad de géneros, o por la libertad de opciones sexuales, o por el multiculturalismo son modernas; la lucha por la igualdad social es antigua. Todo persigue arrinconar uno y lo mismo: la lucha de clases, relegada por el modernísimo reconocimiento de la diversidad.
En este marco en que lo nuevo vende y lo de siempre malvende quiero situar mi crítica a George Lakoff, un lingüista estadounidense por quien siento el mayor de los respetos e interesado en el análisis del lenguaje político desde una perspectiva de, digamos, izquierda - aunque él evita cuidadosamente ese término para hablar estrictamente de “democracia”.
En un reciente artículo del que he tenido conocimiento (Obama’s missing moral narrative, http://www.huffingtonpost.com/george-lakoff/obamas-missing-moral-narr_b_593528.html?view=print) admite con pesar que la estrategia discursiva del presidente Obama le resulta decepcionante.
En fin, Obama está condenado a decepcionar a Lakoff: pensar que Obama (o, para el caso, cualquier otro presidente de EE UU) va a defender algo así como una política de izquierdas (es decir, democrática) es simplemente un sueño alcohólico – por la sencilla razón de que pertenecen a la clase que tendría que perder seriamente con esa política.
Dicho esto, quiero centrarme en el análisis de su análisis. Obama aparece a la defensiva, dice Lakoff, dentro de un cuadro que favorece a los conservadores. No ata los hilos, no es capaz de denunciar rotundamente lo que hay detrás del incesante goteo de escándalos y convocar a la nación a hacerles frente. Debería oponerse claramente al discurso del beneficio y el dinero de la corporocracia. ¿En qué debería consistir la alternativa? Un discurso donde prevaleciese la idea de empathy que, según Lakoff, es la seña de identidad de la izquierda (de la “democracia”): Empathy, and acting on it effectively, is the main business of government.
Su énfasis a ese respecto es tal que al final de su artículo sugiere enviar correos a Obama con dos “sencillas” palabras: Empathy now!
Pero, ¿qué demonios quiere decir empathy? Consciente de que la idea no se da por supuesta, Lakoff nos la explica, por supuesto en inglés: Democracy is based on empathy, on people caring about one another and acting to the very best of their ability on that care, for their families, their communities, their nation, and the world. Government must also care and act on that care.
Y yo traduzco para monolingües como puedo: “La democracia se basa en la empatía, en personas que se preocupan/interesan las unas por las otras y que actúan lo mejor que pueden en nombre de esa preocupación/cuidado por sus familias, sus comunidades, su nación y el mundo. El gobierno debe también preocuparse y actuar a partir de esa preocupación/cuidado/interés.”
En esa definición se incluye otra palabra-clave de nuevo diseño, care, tan dependiente de la lengua inglesa que es difícil de traducir y repetida hasta la extenuación, como hace quien quiere imbuirla, inculcarla. Con todo y con eso, ¿empathy no quiere decir simplemente “solidaridad”?, ¿hay algo en el significado de empathy que no se cubra con esa vieja palabra - solidaridad? Entonces ¿por qué usar semejante palabro - empatía?
En ese mismo artículo reincide también en la noción de empowerment, de la que, sin que nos conste la patente, es inventor. Lo hace en un contexto casi sinonímico del anterior: Government's job is to protect and empower its citizens.
Si a alguien se le propusiese completar la línea “La principal tarea del gobierno es”, quizá se le ocurriese “proteger a sus ciudadanos”, pero dudo mucho que a nadie se le ocurriese algo como empower sin haber leído jamás a Lakoff. Es natural: en contextos como éste la palabra no se está usando, se nos enseña usarla.
Empowerment es, como digo, otra palabra de diseño, nueva en inglés (al menos en su uso político) y, sospechosamente, sin correspondencia exacta en castellano.
He observado que ciertos grupos del activismo feminista intentan naturalizar el constructo en castellano llenando las paredes de pintadas que dicen “Mujer, empodérate”. Pero esas pintadas suelen estar cerca de las facultades universitarias. Fuera de allí, mucha gente se rascaría el colodrillo preguntándose “¿Ahora se dice así?”
Del mismo modo otros, ya veréis, no ofrecerán de aquí a poco el producto “empatía” y el producto care en algún envase castellanizado, como si la redención de la opresión pasase por calcar las ocurrencias que Lakoff tiene en inglés.
Pero en mi humilde opinión, la inventiva del propio Lakoff es contraproducente porque 1) pretende ignorar y condenar por no-modernas las palabras clave de la izquierda y la ilustración europea (incluso, y que el Señor me perdone, pre-cristiana), y 2) considera a los ciudadanos como un público de consumidores de política a los que es posible mercadear productos del lenguaje y manipular a través de ellos.
Y sin embargo 1) el enemigo más peligroso es la convicción de que las viejas luchas han caducado, están pasadas de moda, no son “modernas” – cuando entonces, ahora y siempre no hay otra lucha que la lucha en torno a los privilegios: la que sostienen los privilegiados para mantenerlos y ampliarlos y la que sostienen los desfavorecidos para eliminarlos. A esa lucha la llamó Marx (Carlos) “lucha de clases” y cada vez veo menos razones para darle un nombre más coqueto.
Y 2) con su actitud, Lakoff se comporta exactamente como un vendedor de palabras nuevas-modernas (empowerment, care, empathy), que repite machaconamente para ver si las compra el consumidor snob que cree que todos llevamos dentro. Como efecto inmediato, y en términos de su propia teoría, sólo consigue reforzar el frame, el marco de referencia, dominante - la modernidad.
En mi propia teoría: el lenguaje construye su propio destinatario, el destinatario adecuado; un lenguaje “moderno” construye un destinatario “moderno”, y es precisamente ese destinatario “moderno” el sumidero por el que se nos escapan los significados.
Desde mi punto de vista toda la ventaja y la razón de la izquierda descansa no en un uso particular del lenguaje o de la retórica, sino en los objetivos al servicio de los cuales está ese lenguaje. Son esos objetivos morales los que (como el propio Lakoff reconoce y propugna) deben reiterarse, pero si la disputa es entre empathy (por la izquierda) y compassion (por la derecha) todo parece reducirse a un concurso de palabras bonitas – a una batalla publicitaria. Hay que hablar de “igualdad”, “justicia” y “solidaridad”: esos son, claramente, los términos históricos de combate contra los privilegios.
Obama nunca usará ese lenguaje simplemente porque no comparte esos objetivos. Punto.
Como él, si la gente negocia y acepta otro discurso entonces es que realmente no tiene ningún interés por esos valores, es decir, ansían su cupo de privilegios, es decir, son aliados de la derecha, es decir, son lacayos de los poderosos, esperando su ración de migajas más que el poder colectivo de los desfavorecidos. Ésa es una mina de la que históricamente se han servido los privilegiados, efectivamente: el ingente número de los insolidarios, en especial la abundantísima clase media insolidaria o, como diría Lakoff, sin “empatía”. Y esa gente no va a sentir solidaridad por mucho que la llamemos (o mucho menos si la llamamos) “empatía”. A esa gente no les concierne el lenguaje. Esa gente solo espera del lenguaje (si acaso) una coartada a su comportamiento. Digamos que saben distinguir entre la jerga al uso la que corresponde a sus señores y no van a dejarse confundir con palabras.
Lo que ha conseguido la derecha en estos tiempos es, precisamente, haber vaciado el campo de quienes optan por la solidaridad y la lucha por el beneficio colectivo y haber engrosado las filas de los que esperan un beneficio personal de su alineamiento con los poderosos, sin que les importe un pimiento el destino de la clase trabajadora o de la especie humana, no digamos ya de la biosfera o del planeta entero. En los países capitalistas occidentales del hemisferio norte, la bonanza y la consiguiente “elevación del nivel de vida” dio razones a estos arribistas, traidores o tránsfugas sociales, mientras que en los países del cinturón de miseria basta con prometer un poco de pan, aunque sea duro, para que muchos se rindan (como ha sucedido con Duvalier en su vuelta a Haití).
Palabras aparte, estoy de acuerdo con Lakoff. Lo que se ha roto, efectivamente, es el vínculo solidario, la convicción de que o somos todos o no es ninguno. Hay que recuperar esa convicción. Y ese discurso no se ve por ningún lado en el “marco referencial” de los planteamientos de Lakoff, del que la contundente noción de “revolución”, por poner un ejemplo, está totalmente proscrita: sus términos son edulcorados y blanditos - empowerment es suavemente atenuante con respecto a power; care es sentimental, casi fofo; empathy es condescendiente e ideal para psicoanalizados – como la clase media alta norteamericana en la que está pensando.
En ese sentido y 3) quizá sin quererlo, Lakoff contribuye a sostener la vía de influencia asentada y actúa como oficiante del imperio: habla desde el púlpito. Romper esa vía dominante de influencia es parte indispensable de cualquier proceso de emancipación.
Desengañémonos: es la comprensión de la realidad y, como requisito indispensable, la voluntad de entenderla la que hace conversos. Como ejemplo de este tipo de intelección, véase Túnez. Mientras tanto, aceptar que las viejas palabras de la lucha están gastadas significa arrojar dudas sobre las razones de sus contenidos y empezar a darles la razón a los vendedores de humo.
(De todos modos, me encantaría recibir opiniones sobre este tema)
Decían Les Luthiers que "cualquier tiempo pasado fue anterior" y ese es el signo de la modernidad: hacer que lo pasado no sea ni mejor ni peor, sino tan solo anterior, o sea, huído, caduco, muerto, inexistente.
ResponderEliminarHay un poema de Ángel González que puede compensarte de esta orgía del ahora. Se llama, precisamente, AYER:
«Ayer fue miércoles toda la mañana.
Por la tarde cambió:
se puso casi lunes,
la tristeza invadió los corazones
y hubo un claro
movimiento de pánico hacia los
tranvías
que llevan los bañistas hasta el río.
A eso de las siete cruzó el cielo
una lenta avioneta, y ni los niños
la miraron.
Se desató
el frío,
alguien salió a la calle con sombrero,
ayer, y todo el día
fue igual,
ya veis,
qué divertido,
ayer y siempre ayer y así hasta ahora,
continuamente andando por las calles
gente desconocida,
o bien dentro de casa merendando
pan y café con leche, ¡qué
alegría!
La noche vino pronto y se encendieron
amarillos y cálidos faroles,
y nadie pudo
impedir que al final amaneciese
el día de hoy,
tan parecido
pero
¡tan diferente en luces y en aroma!
Por eso mismo,
porque es como os digo,
dejadme que os hable
de ayer, una vez más
de ayer: el día
incomparable que ya nadie nunca
volverá a ver jamás sobre la tierra.»
Y ya que nos regalas un artículo de Lakoff, ahí va este otro que no está nada mal: http://www.lemonde.fr/idees/article/2011/01/22/parler-la-dictature-de-ben-ali_1469124_3232.html
Yo viajé a Túnez hace 16 años y me quedé impresionado de la omnipresencia (gráfica y retórica) del Ben Alï ese.
Un abrazo,
Luis
La Atlántida representa la utopía antigua, con méritos, un buen intento admirado por los modernos, con una atractiva narrativa que incluye un gran misterio, pero que fue derrotada por su destino. ¿Es también ese el destino de la solidaridad, o la lucha de los privilegios, y los nombres de naciones que se abanderan con ellas, cuando se piensa dentro del marco? Creo que sí.
ResponderEliminarAdemás derrotar al marco, romperlo, es una lucha refutada por la historia. Mejor no darla, evitar el choque frontal. Las consecuencias del choque son muy dolorosas y el resultado incierto.
Sí creo más viable subvertirlo. O sea, hacer deseable la igualdad y el consumo responsable, abarcando las consecuencias amplias de la compra y uso y deshecho de un producto. Poner de moda la justicia social a través del consumo de productos creados por empresas socialmente justas.
Crear nuevas palabras y transformarlas en marcas registradas, que hereden el sentido de la solidaridad y la representen en el mercado sosteniendo un circuito económico sostenible, justo, solidario. Lo obsoleto en la modernidad es lo probadamente ineficaz. Y eso encuentro en Lakoff, al dirigir su búsqueda de cambio hacia el Gobierno. Los empresarios, los emprendedores, los consumidores, tienen el poder fático de elegir qué compran. Mientras esta libertad esté abierta, las posibilidad del cambio lo estará también.
¡Espero críticas!
Estoy de acuerdo en que lo importante son las razones morales y no la retórica que se aplique para expresarlas, aunque he de añadir que, desgraciadamente, las razones políticas no tienen por qué coincidir con las morales. Pero tu conclusión de que considerar que las viejas palabras están gastadas es dar razones al enemigo me parece un tanto exagerada. Tu identificación de esos principios morales con la izquierda puede ser discutible, no porque no haya sido la izquierda quien los haya defendido sino porque la izquierda también ha actuado de forma asolutamente contraria a esos principios. No hablemos de la libertad que desde que se murió Franco parece pratimonio de la derecha. Pero refiriéndonos a la solidaridad, que tanto aprecias, creo que ese principio no dirigió las decisiones de Stalin cuando dejó morir de hambre a no recuerdo, ni quiero recordar que cifra de sus compatriotas por, entre otras cosas, empecinamiento ideológico. Cuando han ocurrido tales tragedias es bastante lógico que la gente quiera mantener sus ideales sin que nada les ligue a esas monstruosidades.
ResponderEliminarSobre los cambios del lenguaje recuerdo que Sanchez Ferlosio criticaba lo que para él era novedad, la sustitución de la palabra "caridad" por la de "solidaridad". Sin duda, "caridad" también tiene adherecias bastante indeseables como la condescendencia y el manteninimiento del orden imperante pero él defendía, creo que con razón, que, mientras que se puede ejercer la caridad con el enemigo, la solidaridad solo se puede ejercer con los propios o los ajenos pero no con el oponente, so pena de ser acusado de traición. La democracia consiste en aceptar la convivencia con el que no opina igual aunque sea doloroso y se sienta que esa convivencia es demasiado parecido a aceptar la injusticia pese al balsamo que pueda suponer la crítica e incluso la lucha por cambiar las cosas. Pero al final todos tenemos una madre, un amigo de la infancia o cualquier otro ser querido que está en el otro lado del espectro ideológico y al que, si llega el momento, es mejor acercarse con caridad o empatía. Fernando Labaig
Hola, Juan Luis.
ResponderEliminarQuería compartir solo una breve reflexión respecto al uso de "empatía" en vez de "solidaridad".
Creo que, si bien el problema de la lucha de clases sigue vigente (en Ecuador, es gravísimo y "vigentísimo"), la gente cambia. Y así mismo, cambia lo que las palabras nos dicen o quieren decir.
En el caso de "solidaridad", al menos como se entiende aquí en Ecuador, la palabra indica una adhesión a la causa de otro, a la situación de otro. No pasa por lo emocional sino por una lógica un tanto mercantil: te ayudo porque, así, me ayudarás luego.
La "empatía" no tiene que ver con cuánto logro entender la situación de otro sino al otro mismo: lo que es, no lo que le sucede. Eso implica una mirada hacia adentro, implica entender que el otro existe, sufre, ama, goza como yo. Implica entenderme a mí y conocerme y reconocerme en esas emociones.
Sí, puede que suene "cursi", "sentimental", "blandengue". A Gándara le gustaba decir que los latinoamericanos "sentimos mucho". Quizá es cierto. Por eso mismo, hay una palabra menos gastada para nosotros que "solidaridad" (nos la enseñaban en los textos escolares y siempre en contextos de desastres naturales): "empatía". "Compasión" es otra forma de empatía, pero casi su equivalente. Es como su hermano gemelo, mientras que solidaridad sería el hermano mayor (o menor, para que no pienses que defiendo lo moderno solo por ser nuevo...).
¡Un gran abrazo!
Denise Nader
¡No estoy seguro de tantísimas cosas! El lenguaje hace la realidad y la deshace, e inversamente, las realidades crean sus lenguajes y sus enjuagues, sus camuflajes. La palabra solidaridad vino a sustituir quizás a fraternidad, pero perdió para mí su sentido dando nombre a un sindicato polaco cuya legítima lucha en su momento yo no entendía.
ResponderEliminarSin embargo, en ella, como en empatía, hallo la intuición por reconstruir algo perdido, algo parecido a la comunidad humana, destruida por la edad del individualismo (para este macrotema puede verse Louis Dumont, Essais sur l'individualisme), una necesidad a escala planetaria, donde hubiera solidaridad entre las clases, lo que pasa es que el precio de la misma es que las clases se mantengan y con ellas los privilegios, pero quizás sea algo más humano que la guerra abierta sin cuartel de todos contra todos donde las trincheras se vuelven cada vez más infranqueables. Dudas, dudas y más dudas.
Ferran Grau