sábado, 5 de junio de 2010

Paralelismos

El 11 de julio de 1947 zarpaba el puerto de Sète, en la costa francesa, un barco con 4.515 pasajeros a bordo con destino a la costa de Palestina. Las autoridades británicas del territorio habían advertido de que impedirían el paso a cualquiera que pretendiera entrar en territorio palestino. Tripulado por activistas, el barco decidió no retroceder y fue abordado a veinte millas marítimas de la costa, en aguas internacionales. Los pasajeros se resistieron al abordaje y los comandos ‘se vieron obligados’ a abrir fuego: tres personas murieron y decenas de ellas resultaron heridas durante la captura.

Finalmente, los inmigrantes judíos que pretendían forzar el bloqueo fueron devueltos a Europa. Cuatro meses más tarde, el Consejo de Seguridad de la ONU tomó la decisión de crear el Estado de Israel.

El nombre del barco era el Éxodo, y su peripecia constituye uno de los hitos oficiales de la historia de Israel. Una célebre novela de León Uris (lacrimógena y mediocre) y una película con Paul Newman en el papel estelar han hecho del acontecimiento un icono mundial de la resistencia a la arbitrariedad y de la victoria de la tenacidad sobre la fuerza bruta.

¿Quién escribirá la novela del Mavi Marmara? ¿Quién será el protagonista de la peli? ¿Faltarán sólo cuatro meses para que la ONU declare el Estado de Palestina?

jueves, 3 de junio de 2010

Estado lunático

A primeros del año pasado, en respuesta a lo sucedido en Gaza, servidor escribía: “La confianza de los israelíes en que nadie movería ni un dedo en contra de sus decisiones les ha llevado a un punto tal de desfachatez que, al grito de ‘Yahvé es grande’, se han permitido bombardear instalaciones de la ONU cuando su Secretario General, Ban Ki-moon, se encontraba en la mismísima Jerusalén. Esto equivale realmente a poner a las Naciones Unidas a los pies de los caballos. El divorcio entre la ONU e Israel, una pareja en la que hasta ahora una de las partes ha prodigado toda clase de desplantes y desprecios mientras la otra asistía modosita y callada a los insultos, puede empezar a hacerse realidad.”

Desde entonces hemos asistido a una extraña sucesión de acontecimientos: primero, en febrero de este año, sale a la luz que agentes de los servicios secretos israelíes se registraron con pasaportes europeos (ingleses, franceses, italianos), convenientemente falsificados, para liquidar a un dirigente de Hamás en un hotel de Dubai. El asunto resultó tan embarazoso para las potencias europeas que el Reino Unido (¡el Reino Unido de la Gran Bretaña!) se vio obligado a expulsar a un par de diplomáticos israelíes como señal de pública sanción.

Poco después, en marzo, un comunicado del Gobierno israelí declarando sus intenciones de proseguir con la construcción de viviendas en Jerusalén Este se da a conocer durante la estancia en Israel de Joe Biden, vicepresidente de Estados Unidos, quien se ha acercado por la región para intentar reconstruir la cara neutral de América y poner en marcha un nuevo plan de paz. Todo el mundo se queda alucinado. La publicación no puede ser más torpe e inoportuna, en un momento en que el gobierno de Obama se propone recuperar su papel de apaciguador, hasta el punto de que a Biden no le queda más remedio que expresar su “condena” al proyecto. Resulta difícil recordar cuándo había EE UU condenado algo de Israel con anterioridad. El daño causado a la misión de Biden es tan evidente, que Netanyahu llega a sugerir un acto de sabotaje.

Y, ahora, como todo el mundo sabe, un comando de la armada asalta un buque botado por un país miembro de la OTAN y plagado de ciudadanos de la Unión Europea. Todavía en estos momentos, varios días después, ignoramos con exactitud cuántos muertos y heridos ha habido, y quiénes son.

Para cualquiera que sepa leer los nombres de los países e instituciones implicados en los desprecios y las provocaciones, tantos errores que coinciden, uno tras otro, en dinamitar no sólo la reputación de Israel ante la opinión pública mundial, sino sobre todo sus relaciones con sus aliados y valedores, sólo pueden explicarse, racionalmente, como resultado de algún tipo de sabotaje desde posiciones cercanas a la cúpula del poder.

Pero, no, no es eso lo que parece. No he leído ni rastro de esa posibilidad por ningún rincón de la prensa internacional, ni siquiera en Pravda, que es el periódico más pro-sionista y más aficionado a la teoría conspirativa del mundo mundial. En la tele, ningún experto, entendido o simple enteradillo parece considerar la idea. La tesis más reiterada es, simplemente, que las autoridades israelíes son estúpidas o, como alternativa, que están locas. El periodista Uri Avnery cuenta un chiste sobre los generales israelíes que corre por su país: “Era tan estúpido que incluso los otros generales se dieron cuenta.” El profesor Norman Finkelstein describe a Israel como un “Estado lunático”, y se pregunta qué piensan nuestras autoridades, tan inquietas con la posibilidad de que Irán consiga el arma nuclear, de un Estado con doscientas o trescientas ojivas nucleares, que se ha vuelto manifiestamente loco de remate.

A mí la idea me da tanto miedo, que prefiero seguir haciéndome ilusiones de que Netanyahu tiene razón -e Israel es, la pobre, víctima de un poderoso quintacolumnista.

domingo, 30 de mayo de 2010

Autoagresión, servicio y dos preguntas más


AUTOAGRESIÓN

Uno de los mitos retóricos que nos confunden metódicamente desde el púlpito es la idea de que, cuando se habla de la economía nacional, ‘todos estamos en el mismo barco’. Antes, por lo menos, era bien sabido que no era así, y bastaba mirar a Botín o Florentino Pérez o Amancio Ortega para darse cuenta de que ellos iban en otro yate. Pero quizá nunca ha estado tan claro como ahora, para quien abrigase dudas, que no es así – que, en lo tocante a embarcaciones, esto se parece más bien a las regatas de Oxford contra Cambridge.

Sin andar haciendo mucha sociología, resulta palmario incluso a quien se informa sólo por la tele que los intereses de los llamados inversores (es decir, de todos aquellos que, de un modo u otro poseen ahorros o capitales que les producen réditos o rentas) están directamente enfrentados a los de aquellos que podemos llamar trabajadores (o sea, de los que tienen serios problemas para llegar a fin de mes, si es que acaso llegan), puesto que a cada avance de los beneficios de los ‘mercados financieros’ se produce un retroceso correspondiente e imparable en la capacidad adquisitiva y los derechos del ‘mercado laboral’. Si hay huelgas, no hay inversión; y para que corra el dinero, debe cundir el semi-esclavismo. Cuando unos pierden, otros ganan, y viceversa. Cuanto más fácil le pueden poner a uno en la calle, más sube la bolsa.

Esa fractura social es más compleja de lo que parece, puesto que no pocos de los ciudadanos del hemisferio norte podemos entrar a la vez en ambas categorías, la de rentistas y la de trabajadores. Es mi caso: como tantos otros tengo una más que modesta, humillada cantidad de dinerito en una cuenta de colorines en ‘tu otro banco’ que me ingresa a cambio del depósito 30 ó 40 euros mensuales. Pues bien, la conclusión de semejante contradicción es evidente: a cambio, o como resultado, de la presión ejercida por mi ganancia mensual de 30 euros, que retribuye mi participación en las bolsas dinerarias en nombre de las cuales se le exigen ‘medidas radicales’, el presidente socialista de mi país ha decidido que ‘no había otra solución’ que, en mi condición de funcionario, quitarme en torno a 200 de mis ingresos mensuales.

Sé que soy un privilegiado porque a la mayoría de los que les quitan 200, les quitan 200, mientras que a mí, gracias a mi astuto cálculo o raciocinio económico, sólo me quitan 160 ó 170. Aunque también sé que si nunca me hubiera dedicado a inyectar ahorros en un banco de especuladores financieros (yo y todos los demás), tal vez el poder político no hubiese encontrado argumentos para birlarme los 200 del ala.

Y lo peor es que, en nombre de mis 30 ó 40 euros mensuales, a quienes aspiran a beneficiarse de la generosidad de los ‘creadores de empleo’ les espera, además, una bonita reforma laboral.

SERVICIO

El mejor servicio que el presidente Zapatero podría hacer a la gente en cuyo nombre dice que gobierna, y posiblemente el único servicio ya a estas alturas, consistiría en sentarse delante de las cámaras de televisión, a la hora de máxima audiencia, y hablar claro por una vez. Decirle al público, reunido en casa a la hora de la cena: “Españoles, he aprobado el decretazo a punta de pistola. Los banqueros de FMI, los burócratas de Bruselas, la prensa de la mafia financiera, los empresarios españoles y hasta el presidente del país más poderoso de la Tierra se han puesto de acuerdo para apuntarme a la cabeza y exigirme que lo hiciera.” Zapatero debería tener el coraje de señalar uno por uno a los poderes nacionales y extranjeros que le tienen cogido por la pechera y le obligan a tomar medidas en contra de su voluntad y la de su electorado. Y, después de hacer eso, dimitir fulminantemente por razones obvias: “Yo no soy ya el que manda en el país. Me limito a cumplir órdenes. Y no sólo yo, sino que cualquier otro en mi lugar estaría incapacitado para gobernar el Estado español. La democracia ha muerto y yo no quiero hacerme cómplice de ese asesinato.”

Si Zapatero nos prestase ese servicio, incluso después de habernos birlado la cartera a quienes menos podemos defenderla, pasaría a la historia. Pero no hacerse ilusiones, no da la talla.

Y DOS PREGUNTAS MÁS

Primera: ¿Por qué cuando ETA apunta a la cabeza de alguien y lo chantajea, el PP y las personas decentes salen al grito de “No se negocia con terroristas”, mientras que cuando son “los mercados” los que nos apuntan y chantajean a todos, el PP, el gobernador del Banco de España, los señores de la CEOE y tutti quanti se ponen a gritar “Denles todo lo que exigen”?

Segunda: ¿Dónde está el ejército, nuestro ejército, para protegernos de esos mercenarios financieros que, de acuerdo con todos los titulares de prensa y a juzgar con lo que está sucediendo ya en Grecia, nos atacan?, ¿qué hacen por ahí persiguiendo talibanes?, ¿cómo pueden estar tan despistados, coño?

viernes, 23 de abril de 2010

Las partes del monaguillo

Vivimos tiempos de comunicación alta, gravementemente contaminada, una era lingüísticamente tóxica. Vayan dos ejemplos no muy rebuscados de lo que, con fuerte dolor de oídos, quiero decir.

Asistimos en estos días a una pugna entre dos recuas que han tomado como rehén a una pobre chiquilla de dieciseis años. La prenda: un pañuelo o toquilla llamado ‘hiyab’. Por un lado, un grupo de ultraderechistas e integristas cristianos dispuestos a humillar y ofender a los musulmanes (en su gran mayoría de origen marroquí) a la menor oportunidad; por el otro, una rancia hornada de machistas disfrazados de espiritualidad. Estos espectáculos no son insólitos. Pero lo peor (aparte del sufrimiento de la pobre menor atrapada entre dos bandos de descerebrados), lo que hace que me ponga a escribir al respecto después de haberme resistido a hacerlo en lo que va de mes, es que, en su disputa, tanto los racistas como los sexistas se apropian de argumentos que han sido afinados históricamente por un tercer grupo de tipos a los que ambas pandillas enfrentadas desprecian y han combatido de toda la vida: los progres y ateos. Así, los ultras racistas recurren, para abofetear a todo un colectivo de extracción humilde y extranjera en la persona de una frágil jovencita, a la bandera de la lucha contra la sumisión de la mujer; mientras que los machistas recalcitrantes alegan por su parte la libertad de creencias y achacan a la discriminación religiosa las dificultades que encuentran para imponer a las chicas su discriminación sexual.

De esa triste manera, los antiilustrados reciclan para lavar su suciedad un lenguaje que nació precisamente para librarnos de ellos.

Otro tema: expertos de todas las tallas, edades y capacidades craneanas (el último un tal Solchaga) insisten en la necesidad de que el gobierno tome ‘medidas impopulares’, sic, contra la crisis. No hace falta, en cualquier caso, tener muchos centímetros de diámetro cerebral para comprender por qué han de ser ‘impopulares’: todas y cada una de las que insinúan tienen como objetivo lesionar los intereses de las capas populares y trabajadoras. Como, obviamente, la gente no aprobaría ni una sola de esas medidas si se les pidiera opinión, han de ser por tanto ‘impopulares’. Obsérvese que, por las mismas razones y si usáramos el griego en lugar del latín, serían sencillamente ‘antidemocráticas’. Y, ¿en nombre de qué se solicitan? En nombre, ya se sabe, de los ‘mercados’ y de los ‘inversores’, en nombre de los ‘creadores de empleo’ – todos esos tipos que, en lo fundamental, pretenden ganar dinero sin trabajar. Esa partida de vagos que nos quiere poner a todos a currar de la manera más precaria posible representa, pues, la nueva soberanía del país: manifiestamente, son sus voluntades y no las del pueblo las que han de satisfacerse. ¿Por qué, entonces, se sigue hablando de ‘democracia’ y no de ‘corporocracia’, ‘inversocracia’ o ‘mercadocracia’?

En resumen: desde el púlpito, el predicador habla de libertad, tolerancia, respeto y presunción de inocencia mientras le toca sus partes al pobre monaguillo.


miércoles, 3 de marzo de 2010

La gran industria del empleo

El chantaje, el gran y vil chantaje de los tiempos que corren, consiste en la formulación ‘el problema es que no hay empleo’. ¿Por qué es un problema? Que no hay trabajo para todos es un hecho, un dato de la realidad que ni siquiera las épocas de mayor bonanza han conseguido disipar. No, no hay empleo para todos, nunca lo habrá. Pero la cuestión es, ¿y por qué tendría que haberlo?
La gente no necesita empleo: necesita dinero. Eso es todo. Abra usted la revista Hola! y encontrará una serie interminable de desempleados, o de subempleados, o de empleados ficticios que pasan su tiempo libre (llamado ocio, y no paro) jugando al golf en las islas Caimán. Es gente que no trabaja, y sin embargo no hace cola ante las oficinas de empleo. ¿Por qué? Muy sencillo: porque tiene dinero.

No solamente usted, el sistema entero trabaja para ellos. En buena medida son jugadores de Bolsa cuyo objetivo declarado consiste en hacer con su dinero más dinero sin trabajar. Es decir, cada vez que a usted le exigen trabajar, y trabajar más, en peores condiciones y por más tiempo, lo hacen en nombre de los llamados ‘inversores’, que son esa legión de parásitos adinerados visualizada como entes ‘creadores de empleo’. ¿Lo entiende?
Puesto que no se puede hacer que el dinero vaya allí donde hace falta, hay que
atraerlo, seducirlo. Y no hay movimiento más seductor para el dinero (también llamado ‘capital’) que los trabajos forzados, sin derecho a huelga, sin vacaciones pagadas, sin seguridad social. A todo eso se le llama ‘reforma laboral’. Como moscas a la mierda, nada atrae más a los ‘inversores’ que las empresas que se deshacen de sus ‘costes laborales’.
En última instancia, no hay contoneo más seductor para el dinero de los ociosos que el desfile de trabajadores despedidos.
La inversión en Bolsa no es, pues, un sistema ideal para activar la ‘economía’, si no, como demuestra mejor que nada la actual crisis, un camino directo a la destrucción de puestos de trabajo. Irónicamente, podría decirse que el sistema bursátil ha liquidado de tal manera a los trabajadores, visualizados como enojosos ‘costes laborales’ para las llamadas ‘empresas’, que, con todos en la calle y las manos en los bolsillos, no hay nadie en condiciones de gastar un dinerito que no tiene en ‘consumir’, asunto éste del que depende que la ‘economía’ carbure.
Sin embargo, si usted tiene dinero, si usted tiene suficiente dinero, el problema del paro no existe para usted. En buena lógica: repártase dinero para todos y se acabó con el problema. ¿Qué?, ¿que eso no es posible? Vaya si es posible. Y no sólo es posible, es necesario.

¿Por qué hay que vincular inexcusablemente empleo y dinero para sobrevivir? Pues porque, como pasa con las comisiones bancarias, esas pesetillas que nos proporciona mensualmente nuestro curro (ahora concebido como ‘empleo’) y que nos permiten subsistir a la mayoría, se convierten en fortunas exorbitantes en los bolsillos de quienes promueven, gestionan y explotan nuestros empleos. Hubo tiempos en que las grandes fortunas se hacían conquistando nuevos continentes o traficando con esclavos. Hoy todos somos potenciales pesetillas de la única industria: la gran industria del empleo. Por eso ‘es imposible’ que se nos dé dinero sin trabajar o, lo que es lo mismo, por eso ‘el problema’ que nos ahoga es la falta de empleo, y nuestros salvadores los llamados ‘creadores de empleo’.

Pero, al contrario: hay que empezar a comprender que se debe pagar a la gente por no trabajar. Sí, ha leído usted bien… No es solamente una cuestión de equidad entre quienes salen en el Hola! y quienes no. A estas altura, es ya un acuciante problema de supervivencia: es evidente, a quien quiera ver, que el planeta Tierra agradecerá inmensamente una moratoria inmediata de la actividad humana.
Todo el mundo entiende que, para salvar a las ballenas, hay que dejar de cazarlas; en realidad el asunto es mucho más grave: como resultado de la actividad humana (o sea, del empleo) las especies animales y vegetales se extinguen, las tierras se desertizan, el cielo se contamina, el clima se modifica y con él las condiciones mismas de habitabilidad. La crisis no solamente ha sido resultado de un éxito espectacular, e inesperado, en la reducción de ‘costes laborales’; la llamada ‘crisis’ está siendo también un experimento esperanzador, e igualmente inesperado, en la reducción de ‘costes ecológicos’.
La lógica productivista obliga a la gente a trabajar, pero, como no hay trabajos suficientes para todos (somos más de seis mil millones, y subiendo), los trabajos que se inventan los ‘creadores de empleo’ no solamente son inútiles (como en un gran cuartel lo importante es que la gente haga algo, aunque no sirva para nada), sino directamente contraproducentes. La costa española, y una buena parte de su interior, ha sido destruida de forma irreversible convirtiéndose en un lamentable muladar de hormigón y pasto con agujeros que nadie quiere comprar – con la coartada de que así se ganaban su salario mensual unos miles de albañiles (y algunos, un accidente laboral). ¿No hubiéramos ganado todos si en lugar de hacer su trabajo hubieran cobrado su sueldo por quedarse en casa? No se hizo así porque un puñado de llamados constructores no se hubiera enriquecido sin esa explotación laboral y esa destrucción material y paisajística.

¿Para qué hemos necesitado el trabajo cotidiano de miles de agentes bancarios y bursátiles, si no para provocar una solemne crisis financiera?, ¿para qué trabajan decenas de miles de personas en las fábricas de armamento de todo el mundo, si no para ayudar a sembrar la muerte, la catástrofe y los beneficios económicos de un puñado de tipos sin escrúpulos llamados ‘creadores de riqueza’?
Empleo significa riqueza para unos pocos, subsistencia para algunos más y catástrofe para todos.
Basta. No acepte usted ni una sola ‘receta’ más para ‘salir de la crisis’ que implique una ‘reforma laboral’. ¿Es que todavía no se ha enterado usted de qué significa toda esta farfolla? Le resumo: aumento de trabajo (en intensidad, en tiempo, en dedicación), desaparición de los derechos conquistados durante siglos ya de luchas y reducción de los salarios ‘para estimular el empleo’. ¿Que los ‘creadores de ídem’ quieren pagar todavía menos por enriquecerse?, replique usted entonces que maldita la falta de empleo. Diga usted que es posible que no haya trabajo, pero que está seguro de que hay dinero. Proponga en cambio una ‘reforma capital’ (o ‘dineral’, si usted quiere): saqueemos los llamados ‘paraísos fiscales’, empecemos a repartir los colosales beneficios del desastre capitalista y, cuando nos los hayamos fundido, ya pensaremos en algo. Mientras tanto, es posible que el planeta Tierra (sin comillas) se haya recuperado un poco.

lunes, 1 de febrero de 2010

Corporocracia

Me ahorran otros (por ejemplo http://filipicasmorote.blogspot.com/) tener que detenerme a comentar el hecho: que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, nuestro sagrado norte, ha decidido suspender toda limitación a las aportaciones de lobbies, corporaciones y empresas a las campañas de los partidos políticos. Espero no caer en la preterición si digo que se consuma así, el 21 de enero de 2010, el fin de la democracia bufa en ese país y da comienzo la era de lo que, en justa atribución terminológica, habría que denominar por infausto nombre ‘corporocracia’.

Como es de rigor en mi blog, quisiera, eso sí, comentar brevemente el dicho: el Tribunal Supremo de aquella república corporocrática alega como fundamento legal de su decisión la llamada Primera Enmienda de la Constitución, es decir, la libertad de expresión.

Permitidme hoy que, en primer lugar, me autoplagie: hace algún tiempo, a propósito de un sarcasmo semejante, llamado Berlusconi, escribí:

En otro tiempo se decía simplemente “Dios”, y hay que reconocer que algo hemos avanzado. Pero, en defensa de lo de siempre, los privilegiados se han ido quedando poco a poco con el lenguaje de los críticos, con los eslóganes de sus manifestaciones callejeras y hasta con la calle misma de sus manifestaciones.

Libertad: dícese del derecho del dinero a gozar de sus privilegios. Otros sinónimos: “elegir”, “elección”, “elecciones”.

Quod erat demonstrandum…

Además, quisiera recordaire una cita de Henri-Dominique Lacordaire, cristiano comprometido, en el señalado año de 1848: ‘Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el siervo, es la libertad la que oprime y la ley la que redime’.

En el abismo del subconsciente colectivo, el Dragón (Dracón) ayudó al pueblo a escribir las leyes para protegerse de la libérrima interpretación del poderoso. Estamos deshaciendo ese camino.

miércoles, 13 de enero de 2010

El guerrero pacifista

Dedicado a Jonathan Favreau, el 'negro' de Obama.

Querido Jon, he leído con detalle el discurso que le escribiste a Barak para Oslo. Tengo que admitir que es hábil, muy hábil. Y valiente: nada de andarse por las ramas o hacer concesiones a la situación, nada de silbar hacia el techo y sacar a relucir la habitual cháchara de ocasión. No. Como era propio de ti, Jon Favreau, el mejor de tu clase en esa universidad de los jesuitas donde estudiaste, has cogido el toro por los cuernos desde el primer minuto y te has ido sin complejos a sacar pecho con lo imposible de la situación. Por si al jurado le quedaba alguna duda sobre a quién le había concedido el Premio Nobel de la Paz, le has hecho decir a Barak, literalmente: “Soy el general en jefe de un ejército en medio de dos guerras. Estoy al frente de la única superpotencia militar de la Tierra.”
Y a continuación de semejante presentación te has puesto a hacer un discurso filosófico que volviese razonable el absurdo. Chapeau. Hay que tenerlos cuadraditos…
Has hecho que Barak se presentara sin disimulos: soy un guerrero. Y después, para que sus anfitriones no sintiesen demasiado el ridículo que estaban haciendo, le has obligado a añadir: pero pacifista. O más bien al revés: sí, de hecho ha sido al revés – Obama decía, soy pacifista… pero un guerrero. Una vez, y otra vez y otra. Y así ha avanzado todo el discurso, en zigzag, con un contoneo de vaivén, un swing con una bonita sucesión de mundos soñados e irreales, en los que el pacifista premiado podía exhibir su corazón lleno de paz y amor, contrapunteados por la fórmula recurrente, as yet, as yet… “y sin embargo”, “y sin embargo”, tras la que Barak el guerrero nos devolvía a la dura realidad, una realidad plagada de violencia por todos los rincones, mientras enseñaba con fiereza los dientes. En esos momentos me recordaba a Hermann Tertsch despotricando contra el ‘buenismo’.
Tienes un sentido excelso de la construcción, Jon. Para hacer posible que los noruegos pudieran aplaudir el final del tétrico discurso un poco aliviados, en la conclusión inviertes el péndulo y la adversativa se plantea al contrario: “Podemos admitir que la opresión siempre estará con nosotros, y sin embargo luchar por la justicia, que habrá guerra, y sin embargo luchar por la paz.”
Hasta aquí, Jon, aplausos a la audacia, y a la pericia, quizás en el mismo sentido en el que debes interpretar la ovación con que los asistentes premiaban tu exhibición de contrasentido por boca del presidente. Puede que los noruegos sean cínicos, pero a lo mejor no son tontos del todo. Como yo, tal vez también ellos aplaudían asombrados con la retórica y muertos de miedo con el mensaje.
Tú ya sabes que yo me divierto comparando los discursos que cocináis en la Casa Blanca con los que se urdían en la Curia y el Palatino hace un par de miles de años. Así que sólo diré de éste que me parece una hábil interpretación del ya clásico Si vis pacem, para bellum (si amas la paz, prepárate para la guerra), gran paradoja amada por los pacifistas que no son, ea, pacíficos.
Esa gente suele tener, como tu guerrero, un argumentario bien afilado por la erosión de siglos. La pieza clave de ese argumentario consiste en la naturalización de la violencia y la guerra – la guerra es como la lluvia o el granizo, como la explosión de los volcanes, una de las plagas de la naturaleza, de la que no vale lamentarse, sino protegerse. El eslabón ineludible de esa cadena lógica destinada a avergonzar al iluso y emocional militante por la paz es antihistórico, como decía Barak desde prontito: “La guerra ha estado aquí desde el primer hombre”. “No erradicaremos la violencia jamás”, añade más abajo. La guerra se pierde en el pasado y se proyecta hacia el futuro como un horizonte ilimitado: no es un producto de una determinada etapa de la historia humana. El silogismo sale solo: si la violencia y la guerra son inevitables, hay que prepararse para ellas. “El Mal existe en el mundo”, hay que combatirlo. Siempre habrá que combatirlo: siempre serán necesarios los guerreros del bien.
Las naturalizaciones organizan programas de futuro basados en luchas imposibles: se nos propone perseguir lo inalcanzable. Siempre aspiraremos a la paz, nunca la tendremos; siempre anhelaremos la moral (y a la justicia y a la libertad) y nunca la alcanzaremos. Esos programas nos preparan para aceptar la guerra, la inmoralidad, la injusticia y la tiranía como medios para conseguir sus opuestos. Es como buscar el pleno empleo a través del trabajo precario, y otras bonitas paradojas.
Pero todo este discurso tuyo, todito, va de paradojas…
Tu sabías, Jon, que incluso aceptando el blablablá sobre la existencia eterna de los malvados y la necesidad intrínseca de la violencia para ponerlos en su sitio, aún quedaba un pequeño problema, un eslabón débil en la cadena argumental de tu discurso. La principal pega a ‘la guerra es necesaria’, reside en la cuestión: ‘Ya, pero, ¿quién la declara?’ ¿Quién decide qué guerras hay que guerrear o, dicho de otro modo, quién le ha dado a EE UU el derecho a convertirse en el guerrero justiciero del mundo y a decidir por su cuenta de quién tiene que defendernos? Tu sabías, Jon, que el chismoso de turno preguntaría: ‘¿No teníamos ya instituciones internacionales cuyo objetivo era precisamente analizar, enjuiciar y gestionar esos conflictos?’
Consciente de la necesidad de argumentar al respecto, primero reiteras esa atávica justificación: nosotros nunca atacamos, sólo nos defendemos. Pero como, por mucho que la teoría defensiva se estire, no puede explicar todas las intervenciones militares de tu musculado país, después de desacreditar a los organismos internacionales a cuyo servicio debería ponerse su fuerza, alegando que no son suficientes (como efectivamente prueba el hecho de que no han sido capaces de pararle los pies a tu país), le has hecho decir a Obama que, en atención a esa insuficiencia, tu país se ha dedicado durante sesenta años a desangrar generosamente a sus propios chicos para garantizar la paz en el mundo y defender la democracia - una idea que, pensaste, Barak puede decir tranquilamente en Oslo, donde no hay chilenos ni palestinos ni vietnamitas, ni siquiera españoles, portugueses o griegos.
Por supuesto, nunca habéis actuado ciega y burdamente en nombre de vuestros intereses, ¿a quién se le ocurre?, sino del ‘egoísmo ilustrado’ (enlightened self-interest), caballeroso principio que se parece mucho a esa otra idea de Adam Smith, tan chic y tan paradójica, sobre los beneficios colectivos del interés personal, fundamento filosófico y antropológico del capitalismo.
El compromiso con los derechos humanos lo remachas, pero tampoco es quijotesco. Parece un cambio honesto con respecto a Bush que debiera aliviarnos, pero, en realidad, la maniobra sirve hábilmente para atornillar su utilidad como excusa de cara a las intervenciones en curso y para otras nuevas en el futuro: nuestro compromiso con los derechos humanos y la democracia son mayores que antes, dices, las “protegeremos” más. Temblemos, pues, porque a nuestro ilustrado guerrero egoísta “la inacción le desgarra la conciencia”. Además de justiciero, es hiperactivo…
Acabo.
Una parte verdaderamente escalofriante de tu discurso, Jon, es aquella en la que el Jefe reparte tareas para los lacayos (los aliados, a obedecer y a domar a sus opiniones públicas; las inmaduras instituciones internacionales, como sacerdotes feciales del nuevo imperio, a legitimar lo que el egoísmo ilustrado de USA tenga a bien emprender) y, sobre todo, sobre todo, serias amenazas para los díscolos: ‘Tiene que haber consecuencias’, se le dice a Irán a próposito de sus cabreantes pretensiones de hacerse con la bomba atómica. ‘Tiene que haber consecuencias’... Hoy, cuando me entero de que un profesor de la Universidad de Teherán, un colega, al fin y al cabo, especialista en energía nuclear, ha sido asesinado con una bomba, ya te puedes imaginar, querido Jon, lo que estoy pensando de tus paradojas.