Cuando era pequeño, uno de
nuestros entretenimientos a principio de cada curso consistía en coleccionar
cromos de los futbolistas que jugaban en Primera División. En aquel período que
coincidía con el inicio de cada temporada futbolística, completábamos los
álbumes hasta el último recuadro e intercambiábamos para ello con gran
animación los que teníamos repetidos.
Recuerdo muy bien los
bustos de los futbolistas, cada uno con la camiseta de su equipo: uno tras
otro, todos salían sonriendo en la foto, como si verdaderamente estuviesen
contentos de ganarse la vida dedicándose a jugar a lo que les gustaba.
Esa imagen de campechanía
seguía acompañando a ese deporte todavía en 1982, cuando yo acabé mi carrera
universitaria. Demasiado incluso para algunos, el logotipo del Mundial que se
celebró aquel año en España, Naranjito, era una simpática naranja bonachona y sonriente.
Todo eso se acabó. La
imagen del fútbol ha cambiado de una manera drástica, como puede comprobar
apelando a su memoria cualquiera que tenga un recorrido vital suficiente: los
futbolistas salen ahora en la publicidad, siempre y sin excepción, con cara de
pocos amigos. Tatuados como piratas, marcan mandíbula. Hasta el pobre Andrés
Iniesta, un chico a quien cuesta imaginar enfadado, tiene que obedecer la orden
del director de fotografía para que ponga mirada de desafío.
Otro tanto ha sucedido con
la imagen asociada a los campeonatos: animada por la música atronadora y
solemne de las películas épicas, suele ser muy poco simpática. En esas
presentaciones se hace mutar a los jugadores en robots implacables, musculosos
y amenazantes.
Un cambio correspondiente
de actitud ha acompañado a los periodistas y locutores deportivos: sin atisbo
de mala conciencia, convencidos de su contribución a la grandeza de la
actividad que parasitan, muchos descalifican al jugador que ayuda al rival que
ha caído (en la NBA parece una regla no escrita: jamás darás la mano al
contrario); desde el podercito de una gran audiencia (una cadena nacional de
radio, un programa televisivo) se mofan de aquél que, deportivamente, le
aplaude al adversario una acción brillante. Su elogios bendicen en cambio a
aquel otro defensa central que no tiene el más mínimo gesto caritativo, al que recurre
con astucia al juego sucio ("táctico", lo llaman), al que ha
transformado el juego deportivo contra rivales en una guerra sin cuartel contra
el enemigo. Ensalzan con servilismo las muy viriles virtudes neoliberales: la
agresividad, la competitividad, al guerrero que no hace nunca prisioneros.
Mi convicción profunda es
que esa evolución pendenciera en la imagen del fútbol y del deporte en general
(de simpáticos personajes públicos a matones del tres al cuarto) ha sido decidida
y dirigida metódicamente desde los think tanks de la corporocracia, muy
conscientes de las virtudes educativas del deporte-espectáculo, y forma parte inseparable
del discurso neoliberal. Forma parte del clima de violencia latente, de atrofia
de la empatía, de desprecio por la víctima, del adoctrinamiento, en fin, en la
guerra de todos contra todos estimulada desde esos foros y de la que el
espectáculo deportivo constituye metáfora privilegiada.
"Lo bello es ese
grado de lo terrible que aún podemos soportar", escribió el poeta Rainer
Maria Rilke. Bueno, alguien ha decidido que había campo por explotar, alguien
ha decidido empujar la frontera demasiado lejos.
Un auténtica campaña de
promoción de lo terrible lleva años descargando desde los medios de
comunicación y propaganda sobre todos nosotros, y en especial sobre niños,
adolescentes y jóvenes. Eso incluye la moda de espectáculos, novelas y películas
de miedo, de videojuegos violentos y macabros
o la afición a los monstruos y a los monsters
desde la más temprana infancia. La tolerancia que exhiben los chavales hacia
imágenes que a mí me hacen volver la cara o taparme los ojos, la avidez con la
que se citan unos a otros ante escenas que supuestamente "hieren su
sensibilidad" - me deja estupefacto. Para alguien como yo, que descree
rotundamente de la naturaleza personal del gusto, no cabe duda de que la
trivialización de la violencia, la estética de la calavera, la iconización de
los vampiros, el feísmo de piercing y los tatuajes - todo eso forma parte de
esta ofensiva, de ese gusto activamente inducido y orquestado. Yo lo llamo
"siniestrismo".
Del éxito de esa campaña -apoyada
por los circuitos habituales de la colonización cultural- forma parte también la
difusión de Halloween. Sobre las viejas fiestas de los Santos y los Difuntos y sus
tradiciones locales (visitas a los cementerios, velas en las puertas, novenas
en las iglesias, flores en las tumbas), Halloween se ha impuesto universalmente
como un particular Carnaval fuera de temporada y de tipo monotemático: la mercantilización
de lo macabro y lo siniestro. Observemos: Halloween ha sustituido la
religiosidad por la puerilidad, la memoria por el olvido, las lágrimas por las
risas, la conciencia de la muerte por la inconsciencia del peligro, el silencio
por el estruendo, la unción por la ebriedad, el recogimiento por el fiestón.
Cuando oímos que cuatro adolescentes han muerto aplastadas
en una macrofiesta "festejando" Halloween no solamente estamos oyendo
hablar de un desenraizamiento cultural que reemplaza patéticamente una historia
propia por otra ajena: estamos oyendo hablar de muertes cuya responsabilidad, más
allá del pringado al que señalen los jueces, compete a los mismos a quienes deben
pedirse cuentas por los suicidios que han acompañado a algunos desahucios - son
crímenes de la corporocracia y de su cultura a la vez cruel e infantil.
Totalmente de acuerdo contigo sobre Halloween. No soporto tanta estupidez.
ResponderEliminarSoy mala, cuando los niños llaman a mi puerta por halloween no les abro y cuando lo he hecho los he invitado a venir en navidad a cantarme un villancico y yo les daria el aginaldo (soy atea, un poco raro, no?).No vino nadie.
raquel