El
pasado lunes 16 han conseguido entrar en Melilla hasta un centenar de
emigrantes. (La prensa dice "inmigrantes", pero ése es
nuestro punto de vista y, a diferencia de lo que creen los
periodistas neutrales, lo primero que hay que hacer para relatar con
justicia cualquier conflicto es ponerse en el pellejo del más débil
y vulnerable, es decir, adoptar su punto de vista.)
La
gran colada se ha producido tras un salto coordinado de la valla
fronteriza en el que han participado unos 300 subsaharianos, según
la Delegación del Gobierno en la ciudad autónoma. Para conseguirlo,
esos campeones de la libre iniciativa y del amor al riesgo tuvieron
que superar la doble alambrada de 6 metros de altura y 12 kilómetros
de longitud que separa Melilla de territorio marroquí, uno de los
catorce muros (o así) que este mundo neoliberal nuestro erige contra
los emprendedores de verdad. Enhorabuena a los premiados.
Esas
barreras y alambradas no sólo resultan una prueba intolerable e
innecesaria para los de fuera, sino que, como espero probar,
nos perjudican a nosotros mismos, a los que estamos dentro, a
quienes se dice proteger. Después del derecho universal al fracaso,
del que hablé en una entrada
reciente, la siguiente medida que debería garantizarse
inmediatamente es el derecho
a la libre circulación de las personas.
Si así se hiciera, sancionándolo por escrito en la ley e
imbuyéndolo en las escuelas, sucederían cosas muy
interesantes. Aprovecho desde aquí para saludar a los amigos e
invitar a los profesores de las Facultades de Economía y Ciencias
Políticas a que elaboren con sus estudiantes un simulacro,
describiendo con detalle todos los posibles efectos de dicha medida.
Yo adelanto los que a mí se me han
pasado por la sesera.
Quede
claro que mi planteamiento se ajusta plenamente a la ortodoxia.
Debemos recordar a los amantes de la libertad la aplicación real de
su ideología. Hay que completar la libre circulación de capitales
con la auténtica y definitiva libertad que debería traer la
globalización: que las personas puedan desplazarse sin
restricciones por el mundo y que las fronteras sólo sirvan para
demarcar el contorno de las ligas de fútbol. (Pero, por favor, ¿hay
algo menos moderno que una frontera?)
Eso
debería valer para las personas fisicas, pero si algún amante de la
libertad me convenciera, por razones que escapan ahora a mi modesta
inteligencia, de que el libre movimiento sólo vale para las
jurídicas, entonces debería ser gratuito darse de alta como
sociedad anónima. En lugar de llamarte Manolo, y por paradójico que
pueda resultar, pasarías a llamarte Manolo Sociedad Anónima (Manolo
S.A., y así se bautizaría ya a los recién nacidos). En tanto que
empresa unipersonal, Manolo S.A. se beneficiaría de todas las
ventajas que este sistema nuestro reserva para las corporaciones y a
continuación podría instalarse en un apartamento en las islas
Caimán u otro paraíso cualquiera.
Con
uno u otro marco legal, veríamos entonces los efectos de un proceso
de "movilidad exterior" verdaderamente espontáneo, el
auténtico "mercado de trabajo" actuando con frenético
dinamismo. La población del mundo seguiría el rastro del dinero
como un sabueso a una perdiz. Los hombres y mujeres de los países
pobres, del Sur, del antiguamente llamado Tercer Mundo, afluirían
como corrientes marinas a las bonitas islas del Norte donde recalan
en su viaje por el mundo, como el fantasma holandés aquel de la
ópera, los capitales errantes que huyen sin tregua de las Haciendas
nacionales.
Como
primer efecto, los paraísos fiscales se harían invivibles. Serían
inmediatamente anegados por oleadas de (e)migrantes a la búsqueda de
la calderilla de los millonarios. Por efecto autorregulador del
Mercado, los pobres de todo el mundo acudirían a la Prosperidad como
moscas a la mierda, reventando el oasis demográfico y social. Allí no
querrían quedarse a vivir ni los testaferros. Y entonces, ¿para qué
iban a querer sus gobiernos seguir siendo paraísos fiscales?
Decretarían de inmediato el fin del secreto bancario sólo por
quitarse de encima tanta humanidad.
Los
demás privilegiados divisaríamos en lontananza la llegada del
tsumani demográfico. Veríamos a media Lationamérica atravesando el
desierto, tal que el pueblo elegido, camino del Río Bravo, o a media
África surcando en zodiac el estrecho de Gibraltar, como el mismo
pueblo elegido después de haber atravesado el desierto. Los vigías
anunciarían a todo el
interminable ejército de los que huyen de la guerra y el hambre o
(¿por qué no?) de los que sencillamente persiguen los deseos
inducidos por la publicidad. Ante semejante amenaza los amos
de América del Norte y de Europa no tendrían más remedio que
efectuar una maniobra natural: enviar emisarios para convencerles de
que se queden allí donde han crecido. Pero, sin policía que te
obligue, si cada uno puede ir adonde y cuando le dé la real gana,
hará falta algo más que propaganda.
El
movimiento libre pondría la retórica de la globalización contra
las cuerdas. En un mundo verdaderamente liberal y globalizado, en el
que estuviese garantizada la libertad de circulación personal
sin restricciones, los amos se verían
obligados a convivir con el resultado social de
su sistema dentro de casa, a tener por vecina a la parte
desagradable de la estadística. La demanda (de dinero) se
encontraría, imantada por su polo contrario, con la oferta. La
pobreza se movería como una
veleta siguiendo el viento de la riqueza.
El
bonito problema del reparto o la trinchera se presentaría entonces
en toda su crudeza. Los capitales tratarían de huir, pero, en esas
condiciones, ¿hasta dónde podría llevarse uno su salvación
personal sin que le persiguiera la debacle colectiva? Tendrían que
ingeniarse otros métodos. ¿Tal vez colaborar en el desarrollo
equilibrado de todas las regiones del globo? Pudiera ser...
La
corrección de desequilibrios macroeconómicos que provocaría la
medida que estoy defendiendo podría llegar a conseguir grandes
cosas. El enemigo (que está dentro,
y no fuera)
podría avenirse a colaborar si llegara a comprender que, de
esa manera, no sólo se quitarían estímulos a las invasiones
bárbaras y la "movilidad exterior" se reduciría por falta
de interés, sino que a ellos mismos, tal vez, les gustaría también
vivir en paz y buen rollito en las exóticas, cálidas y hermosas
tierras de los bárbaros.
Desalambremos,
ya.
Magistral, amigo Juan Luis. El cinismo de los defensores de la globalización queda al descubierto con esta propuesta, que toda persona de bien (y no solo de bien sino simplemente con dos dedos de frente) debería suscribir. Se nos dice que vivimos tiempos de libre circulación, pero esto solo es cierto para el dinero y para las mercancias.
ResponderEliminarQuien es capaz de recorrer distancias enormes a pie, de atravesar un continente arrasado por guerras y hambrunas, de cruzar en embarcaciones de juguete un mar encrespado, ese es el Ulises de nuestro tiempo. Son estos los titanes, los héroes (y de hecho, como ellos, muchos se dejan la piel en el intento) y no los futbolistas de pelo oxigenado. Quienes saltan esas alambradas son, como dices, los "emprendedores" por excelencia, tan diferentes de esos niños pera (modelo del emprendedor actual para nuestros próceres), que quieren dar el pelotazo gracias a los precios de saldo de la fuerza de trabajo y a la ayuda e influencias de papá y/o mamá, rodeados de i-pads, i-phones Mcbooks, e-books y su puta madre. No busquéis a Ulises en el barrio de Salamanca, precisamente en estos momentos está a la deriva en el Estrecho o intentando saltar, con la desesperación que solo pueden tener los héroes, nuestras inútiles alambradas.
Salud y anarquía.
BRAVO, BRAVO, JUAN !! ESTOY APLAUDIENDO HASTA CON LAS OREJAS TUS PALABRAS LLENAS DE GRACIA Y RAZÓN, DESDE ESTE OTRO LADO DEL ESTRECHO, DONDE SABES QUE LAS COSAS SE VEN JUSTO AL REVÉS. QUÉ RISA SI SE ABRIERAN DE VERDAD LAS FRONTERAS! EL SURREALISMO SE QUEDARÍA CORTO, Y YO ME PEDIRÍA PRIMERA LINEA EN CEUTA O MELILLA PARA DISFRUTAR DE LAS PRIMERAS ORGÍAS.
ResponderEliminarA DESALAMBRAR, DESDE LUEGO!!
DIEGO