martes, 30 de noviembre de 2010

Muerte a los profesores

En enero de este año le dediqué una entrada al discurso de Barack Obama en Oslo con motivo de la entrega de ‘su’ Premio Nobel de la Paz (“El guerrero pacifista”). A ella remito al lector ocasional de este blog para mejor ambientar el rápido comentario de hoy. Decía allí que Obama se había permitido, con un matonismo impropio de semejante acto, lanzar serias amenazas a Irán por sus pretensiones de poseer la bomba atómica. “Tiene que haber consecuencias”, habían sido sus palabras al respecto en aquella ocasión.

Al mes siguiente, el 12 de enero de este año, fue asesinado con una bomba un profesor de la Universidad de Teherán, un colega, al fin y al cabo, por el que no conozco ninguna universidad del mundo que encendiera una vela. Se llamaba Masud Mohammadi y era un físico especialista en energía nuclear. Como en una escena de El americano impasible, una bicicleta explotó a su paso. Nadie ha reivindicado el atentado. Inevitablemente, a mí me recordó que el ingeniero Ryan fue asesinado por ETA para impedir la construcción de la central nuclear de Lemóniz.

Ayer, coincidiendo con la escandalera en torno a los chismes diplomáticos filtrados por Wikileaks (entre otros, que los jeques árabes del golfo suspiran por impedir, como Israel y EE UU, la nuclearización iraní), otros dos profesores de la universidad de Teherán han sido víctimas de sendos atentados por un procedimiento similar: el profesor Mayid Shahriyarí ha muerto; el profesor Ferydún Abbasí-Davaní ha resultado herido. A ambos les acompañaban sus esposas, gravemente heridas. ¿Ninguna universidad civilizada tendrá algo que decir respecto a los atentados contra nuestros colegas? ¿Nuestro cinismo nos permitirá encogernos de hombros ante las víctimas del terrorismo ‘bueno’ y seguir celebrando al ‘guerrero pacifista’ sin establecer ninguna conexión entre estos hechos y el chulesco discurso de Oslo?

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Proteo en Hacienda

Según la mitología griega, Proteo era un dios marino que podía predecir el futuro, pero cambiaba de forma para evitar tener que hacerlo, contestando sólo a quien era capaz de capturarlo. Inatrapable y enigmática, como Proteo, la llamada crisis no para de transformarse y mutar, al parecer imposible de ser contenida y sin respuesta sobre su evolución. Y, sin embargo, no hace falta mucha ciencia para aventurar sus inclinaciones y perversiones más íntimas.

Los países de Europa son su objetivo manifiesto: después de la remota periferia, después de Islandia y los paises bálticos, los que más prisa se dieron en ‘liberalizarse’, la zona euro es ahora la víctima preferida de “los mercados”, que actúan como expertos timadores cebándose sobre quienes más les creyeron.

El tornado sigue girando hacia el centro: primero fue Grecia, sacrificada en el altar de los bancos alemanes, y es ahora Irlanda, esa misma Irlanda que hasta antes de ayer era presentada por los serviles y estupidificados medios de comunicación como el ‘Tigre Celta’, la esmeralda del neoliberalismo, ejemplo inmarcesible del éxito, del boom y del bang de las teorías privatizadoras - la que debe ser “rescatada” por un Monopoly siniestro. Con sus cientos de miles de millones bajo el brazo, los técnicos de la UE y el FMI llegan al rescate con sus contrapartidas tipo ángel exterminador: hay que reducir drásticamente el “déficit público”, causado en último extremo por los desembolsos públicos para “rescatar” bancos en apuros.

Dicen que los próximos somos nosotros, los portugueses y los españoles… El presidente del Banco de España ya anda por ahí diciendo que a quién se le ocurre no recortar las pensiones, que qué van a pensar de “nosotros” “los mercados” (todo tiene que ir entre comillas porque todo es lenguaje figurado y nada significa nada), que ya no confían en “nosotros” porque no tenemos suficiente sadismo para joder a los trabajadores.

En conclusión: hay que arrojar a la gente a la intemperie, desmantelar a toda costa el Estado protector, que debe pagar de ese modo su papel de Noé de la gran banca. Los “mercados” apuntan, el FMI ejecuta.

Puesto que no se recogen impuestos (los ricos están exentos o defraudan impunemente y los pobres, en el paro, no cotizan), hay que pedir prestado a los mismos ricos a quienes se exime de tributar y a quienes se ha transferido cantidades industriales de dinero público. Con aire paternal, los ricos que no pagan y se llevan el dinero público acuden a adquirir bonos y letras de la deuda pública a un interés cada vez más exorbitante que reduce aún más la holgura del lazo que estrangula al Estado. Nadie parece hacerse la pregunta evidente: ¿por qué no se les confisca ese dinero en forma de impuestos, en lugar de pretenderlo como préstamos, que son el precio de nuestra soberanía?

La amenaza de no poder vender más deuda pública y entrar en bancarrota hace sonar la campanilla de auxilio de los Estados. Los paniaguados de los ricos, políticos de la UE o economistas del FMI, hacen entonces su entrada triunfal… exigiendo a cambio más ventajas para los poderosos y más sufrimientos para los débiles. Y vuelta a empezar.

En ese ciclo infernal, la moneda común se debilita como resultado de la “desconfianza” de “los mercados” (es decir, esos fondos de inversión nutridos de dinero robado, evadido o subvencionado y, según el presidente del Banco de España, lo único que debe preocuparnos en el mundo). Mi hipoteca en yenes, de la que no he conseguido escapar, se dispara. Pero eso importa poco en comparación con la desesperación de otros muchos.

¿Los beneficiarios? El submarino angloamericano, concertando sus poderes financieros en Wall Street y Londres para torpedear cualquier sombra de competencia monetaria con el dólar; los industriales alemanes, a quienes un euro bajo les facilita la exportación y también el propio Estado alemán, cuya deuda pública se convierte en refugio de quienes huyen de la incertidumbre de las demás (a esa estrategia juega, con su sonrisa de adolescente loca, Angela Merkel); los ideológos neoliberales, que en lugar de recibir su castigo merecido como promotores de la “crisis” (¿cómo se explica que nadie pida explicaciones por el fracaso de Irlanda?), sacan pecho y, aprovechando el anonadamiento general, reclaman más de lo mismo para conjurar el demonio del “déficit público”; los oportunistas de la gran industria del empleo (vampiros del motor en gran número, desde el sector del automóvil a los explotadores de autopistas privadas), que se apresuran a chantajear a los poderes públicos con la amenaza de dejar en el paro a más gente si no se les “ayuda”, impulsando aún más el socialismo para ricos en que se ha transformado nuestro proteico sistema.

Regalárselo todo a quien puede pagar mucho, y cobrarle hasta el último céntimo a quien no puede pagar: ese es el lema de la buena economía al uso. Hace ya tiempo que las llamadas “corporaciones” no solamente no tributan al fisco sino que obtienen dinero público vía subvenciones, “vacaciones fiscales” u otras fiestas fiscales de guardar.

En el futuro, mientras se reduce el déficit público, nuestro impuestos irán cada vez menos a gastos sociales y cada vez más por el mismo sumidero abajo – a las arcas de quienes tienen dinero para poner en el casino de la economía. Y otro piquito quedará para pagar a la policía que debe rompernos la cabeza cada vez que la levantemos, de manera que, en el colmo de la sofisticación, seamos nosotros quienes paguemos nuestro propio vapuleo. Conviene tenerlo en cuenta a la hora de plantearnos nuestras futuras relaciones con Hacienda.

viernes, 22 de octubre de 2010

¡Que viva Cánovas!

“El líder conservador anuncia nuevas reformas”. “El líder conservador urge las reformas”: titulares de ese tipo se han convertido en moneda corriente en nuestra prensa. Fueron de rigor cuando Nicolas Sarkozy ganó las elecciones presidenciales en Francia, hasta tal punto que los comentaristas tenían problemas para decidir si debían hablar de él como el “líder conservador” o como el líder “reformista”. A fecha de hoy día puede leerse: “El presidente conservador francés, Nicolas Sarkozy, anunció el jueves una serie de ajustes a la reforma de la jubilación”, o “Los franceses rechazan la reforma de la jubilación impulsada por el presidente conservador Sarkozy” - sin que nadie parezca sorprendido por la flagrante contradicción. ¿Es posible ser “conservador” y haberse convertido en el principal promotor de “reformas”? ¿No significa “conservar” más bien “dejemos las cosas en paz” en lugar de “vamos a arremangarnos y cambiar todo esto”?

El oxímoron ha ido adquiriendo cada vez mayor redondez y volumen, hasta que, en los últimos días parece estar a punto de estallar: David Cameron, el flamante primer ministro de Gran Bretaña y líder del Partido Conservador (sic) ha dejado a sus feligreses y a la propia prensa un poco aturdidos cuando, presentando su batería de reformas dispuestas para dinamitar lo que de Estado social queda en su país, ha salido por fin del armario: “Ahora nosotros somos los radicales.”

Y, de pronto, lo he comprendido todo, he caído del caballo.

Efectivamente: yo, que toda mi vida he sido, a juicio de mis interlocutores, un radical, un extremista, un exagerado y todas esas acusaciones que pretenden descalificar tu discurso por vía del cañonazo ad hominem - yo venía últimamente sintiéndome raro. Notaba que cada vez que oía a alguien hablar de “modernidad” o de “progreso” la adrelanina me hervía en el cuero cabelludo. ¿Qué me estaba pasando, a mí, que alguna vez había dicho “Si es tradicional, es malo”? De repente notaba que el pasado me gustaba más que de costumbre, que las innovaciones me parecían jugadas de trilero, que el I + D me sonaba a “Y deme más”, que los experimentos, con gaseosa, y no podía por menos que pensar, un poco melancólico: “Me estoy haciendo viejo”.

Pero, no. Aunque también, no me estaba volviendo viejo: me estaba volviendo conservador. O, más bien, igual que cuando se mueve un tren en sentido contrario al nuestro da la impresión de que somos nosotros quienes nos movemos, cuando quise darme cuenta, la historia, y no mi biografía, me había hecho conservador. A los rojos de mi generación, coherentes con sus ideas, la historia nos ha hecho conservadores. Nuestra palabra hoy, la unica palabra que intercambiamos, es “resistencia”. Nadie habla de “avance”, nadie habla ya de “conquistas”: sólo podemos soñar con resistir, resistir y resistir. O sea: conservar, conservar y conservar.

“Todo esto debe saberse”, pensé. “La gente debe darse cuenta de que todo es ahora al contrario de lo que hasta ahora había supuesto.” Como confirmaban los expertos en sondeos y tendencias sociales, el electorado europeo era centrista, estaba convencido de que quienes estaban en el gobierno eran moderados, gente pragmática, centrada y que los extremistas estaban fuera del gobierno, como su propio nombre indica, en los márgenes del sistema. Y sin embargo, tal y como los elegidos confiesan, es hora de que los electores compredan que estan siendo gobernados por peligrosos radicales camuflados con traje de chaqueta y corbata, mientras que los tipos de verdad conservadores, carcas, casi casi reaccionarios, yo diría, estamos por ahí, manifestándonos en zapatillas de deporte, vaqueros raídos y camisa por fuera del cinturón.

¿No se dan cuenta? Quien habla todo el rato de “reformas” (reforma laboral, reforma de las pensiones, reforma de la seguridad social, reforma educativa), quien nos exige no detenerse hasta alcanzar la “excelencia” o, aún más inalcanzable, la “eficiencia”, quien no se contenta nunca con la “productividad” existente, quien nos propone una vida de “competencia” deportiva y sin relajos, quien se sirve sin cesar de esos iconos verbales acuñados en los centros neocon mientras “implementa” con azogue hiperactivo una batería interminable de nuevos decretos y leyes que “ajustan estructuralemente” nuestras vidas es, tiene que ser, no queda más remedio que sea un peligroso e insaciable inconformista.

¿Es que no lo ven? Incluso las palabras de siempre les parecen manidas. Con el mismo fanatismo con que los revolucionarios franceses dejaron enero y julio para hablar de brumario y termidor, ellos han dejado de referirse a la justicia, a la igualdad, a la fraternidad, a la solidaridad, a la esperanza, a la utopía como inspiración u objetivo de ninguna especie – y en su lugar nos largan su farfolla angloide de fontanería financiera. Ellos, los neoliberales y sus lacayos, los socialdemócratas, después de cargarse los bares, cafeterías y ultramarinos que habíamos conocido de toda la vida y llenarnos las calles de sucursales bancarias, están dispuestos también a desmantelar los contratos que hemos conocido de toda la vida, las pensiones que hemos conocido de toda la vida, la sanidad que hemos conocido de toda la vida, la educación que hemos conocido de toda la vida, el paisaje que hemos conocido de toda la vida. Quieren cambiárnoslo todo: la tierra, el aire, el alma. En lugar de conformarse con lo de siempre, como dios manda, nos han sumido en un permanente estado de enloquecida experimentación. Y no sólo a los mayores: incluso se atreven con los niños. Porque, ¿qué otra cosa es sino un experimento radical con niños la masiva implantación de una enseñanza en una lengua distinta de la de sus padres, que es de lo que se habla cuando se habla de “bilingüismo”? ¿No supone, en fin, la economía de mercado que nuestros gobernantes idolatran, dispuesta a transformar radicalmente nuestro paisaje bajo el ladrillo y el hormigón, a sondear radicalmente el Ártico en busca de petróleo, a talar radicalmente la Amazonia para plantar soja, un serio y radical experimento con todo el planeta?

Gracias, señor Cameron, por su sinceridad: se llame como se llame su partido, usted, no, pero yo, sí, yo sí que soy conservador. Y qué felicidad haberlo descubierto. Hoy lo proclamo con lágrimas en los ojos: sí, soy conservador. Coño, por fin soy conservador. Soy conservador como los transportistas, los obreros y los estudiantes franceses que paralizan su país contra las reformas de Sarkozy. Soy conservador como los huelgistas y manifestantes griegos. Soy conservador y quiero que dejen en paz a los mayores y a los pequeños, quiero que dejen en paz al planeta, quiero que dejen en paz las leyes, las costumbres y las normas.

Y, de paso, quiero que todos los electores que gustan de votar centrado y moderado sepan que unos peligrosos radicales, unos auténticos antisistema, se han hecho surrepticiamente con el poder y están dispuestos a no dejar títere con cabeza. Por fin podré replicarle a quien me acuse de radical: “No te confundas: los radicales están en el gobierno”. El extremo es el centro y, consecuentemente, el centro es el extremo. El centro derecha y el centro izquierda: ahí está el abismo. Si quieren una política realmente moderada, centrada y sanamente conservadora, ya pueden ir pensando en la extrema izquierda – esa pandilla de apolillados y rancios antimodernos, gente a la que le gustaría, simplemente, que las cosas se quedasen como a finales de los años setenta o, poniéndonos estupendos, a principios de los ochenta del siglo pasado, con sus ambulatorios sin externalizar, sus convenios colectivos, sus Institutos públicos respetados, sus Universidades sin ránking, su fiscalidad progresiva, su mundo sin globalización ni escuelas de negocios, su Unión Soviética de cartón piedra, sus viajes en tren y hasta su peseta. ¡Qué viva Cánovas!

jueves, 14 de octubre de 2010

Guerra de divisas y lucha de clases

En el mundo hay en curso una auténtica guerra de divisas. La Reserva Federal de Estados Unidos está inundando los “mercados” de dólares. Eso mismo están haciendo los Bancos Centrales de Japón o de Gran Bretaña con sus yenes y sus libras esterlinas. ¿Cuál es el propósito? Mientras se les exige a los demás (sobre todo a China) que aumenten el valor de sus monedas, esa inundación de liquidez debería obligar a los socios comerciales a aceptar dólares, yenes o libras más baratas. Al abaratar el precio de sus productos hacia el exterior se estaría rehabilitando la llamada competitividad exportadora, posibilitando de ese modo una salida de la recesión sin subirles el sueldo a los trabajadores. Como puede ver hasta el más ciego, el planteamiento de los bancos centrales es pura y dura lucha de clases.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Miedo

Ayer miércoles, 29 de septiembre de 2010, los sindicatos convocaron a una huelga general contra la llamada ‘reforma laboral’ y otras medidas ‘anti-crisis’ del gobierno del PSOE. Según una información que divulgaba el diario Público, el 77% de los españoles encontraba razones para hacer huelga, pero sólo 1 de cada 5 pensaba secundarla. Con fruición, la prensa de hoy parece confirmar el reducido impacto de la convocatoria.

Si todo eso tiene algo de cierto, si es verdad que, en el momento en que más arrecia la ofensiva contra los trabajadores y las clases populares, la respuesta ha sido aún menor que en ocasiones anteriores, la cosa daría una idea nítida del miedo de la gente.

A lo largo del día, la televisión mostraba que los negocios de ciudadanos chinos en polígonos industriales habían cerrado sin excepción. Eso no lo hacían, se nos decía ante la cámara, por convicción revolucionaria precisamente, sino por temor a los problemas con los piquetes de trabajadores. Pues bien, renunciando a su derecho y acudiendo mansa y dócilmente a sus puestos de trabajo de forma mayoritaria, los ciudadanos españoles han demostrado mucho más miedo a los patronos, al despido y a las represalias laborales, que los chinos a los piquetes. Eso ya supondría en sí mismo una denuncia de la agresividad del sistema y de su grado de explotación sin necesidad de más comentarios.

Celebrando satisfecho el fracaso de la convocatoria, el inefable diario El País explica que la huelga es muy poco moderna y que los sindicatos están obsoletos por intentar defender “unos derechos sociales que no se pueden pagar a la larga”. Le contestaré como le contestó cierta mujer al emperador Adriano. Cuando se dirigió a él, en plena calle, para contarle sus problemas, el emperador pretendió esquivarla diciéndole: “Señora, no tengo tiempo para sus quejas”. Y ella le respondió: “Si no tienes tiempo para mí, entonces no tienes tiempo para gobernar”. Yo le diría a El País que si la Economía no le puede pagar a la gente las bajas de maternidad y las pensiones, el paro, la sanidad y la educación públicas, entonces la Economía no puede pagar nada.

¿Qué clase de lavado de cerebro explica que toleremos un sistema que nos intimida y acoquina y que, a cambio de nuestro servilismo, no nos promete más que abandono y sufrimiento?

martes, 14 de septiembre de 2010

El umbral del Olimpo

Tengo una hija de diez años cuya educación me plantea serios problemas. ¿Debo, por ejemplo, enseñarle a respetar a los demás en un mundo en que el discurso público está a punto de hacer pedazos el vínculo solidario, en que el darwinismo social se acepta como un hecho consumado, en el que no sólo los modernos capataces, los directores de recursos humanos, siembran la cizaña entre sus subordinados sino incluso los profesores, los educadores, mis compañeros, ingenian sin mala conciencia métodos para obligar a los alumnos a vigilarse y reprimirse los unos a los otros?
En mis clases de mitología presento a mis alumnos el mundo mítico: un escenario teatral partido en horizontal – en la parte de arriba, como en un balcón, inmortales y omniscientes, los dioses disputan sin peligros reales en un mundo de opereta; en la parte de abajo, a ras de suelo, los mortales, conscientes de su destino e ignorantes de todo lo demás, viven entre el drama y la tragedia. De ellos se sirven para sus fines y a capricho los dioses que reinan sobre sus cabezas.
Sin embargo, descubro, el tabique que los separa no es estanco, ni fijo, sino, más bien, una capa porosa y oscilante. El umbral que marca esa separación es el extremo norte de la envidia de la gente.
La envidia tiene límites por arriba: para sentirla necesitas creer que lo que tiene el otro está de algún modo a tu alcance. Para envidiar hay que rivalizar –por eso no se sienten celos de los inalcanzables dioses, ni se les vigila ni se les censura: se les adora. En cambio la envidia y el resentimiento se afilan, mucho e irónicamente, contra nuestros congéneres, contra los pobres mortales, incomparablemente más sufridos y desgraciados.
Pero los personajes humanos del gran teatro del mundo contemporáneo forman una pirámide, un zigurat, una babel a terrazas cada vez más empinada, cuyas alturas ciertamente tocan el cielo.
El mayor logro que atribuyo al sermón oficial, al discurso cínico que el púlpito vomita sobre la feligresía de nuestro tiempo, es lo que podríamos llamar el desplome del umbral del Olimpo: la línea protectora de la envidia ha descendido sutilmente hasta abarcar a un selecto grupo de mortales, a quienes no se les reprocha ya ni se les censura nada; al revés, son admirados, incluso, sí, adorados. A ellos jamás se les escruta en busca de explicaciones a la desgracia de los que quedamos por debajo de ese techo máximo de la envidia, el rencor y el resentimiento. De las pésimas condiciones del trabajo no se culpa a los ideológos y encubridores de un sistema cruel, a un empresariado incompetente, unos ejecutivos sin escrúpulos o unos inversores ávidos, sino a los compañeros que no trabajan demasiado.
Hay un modo de conocer cuál es para cada quien el límite de la envidia, el que establece el umbral del Olimpo: se sitúa allí donde se resiente nuestra sagrada noción de ‘privilegio’. Pues bien, los mortales ociosos y bronceados cuyas vidas atisbamos con arrobo y devoción a través de las páginas del Hola o en teleprogramas como Corazón, Corazón, que poseen cien o mil veces más que nosotros y lo poseen a nuestra costa no son privilegiados - ellos son, sencillamente, dioses ajenos a nuestro mundo, fugitivos del escenario de nuestra envidia, espejos de nuestra fantasía inmunes a cualquier juicio. Los ‘privilegiados’ cuyos privilegios resentimos y no consentimos son, ajajá, los funcionarios que tienen sueldo garantizado, los jubilados que cobran sin trabajar (ya), los conductores del metro, los inmigrantes o los sindicalistas liberados. Para los contratados temporales, los ‘privilegiados’ tienen trabajo fijo; para los parados son ‘privilegiados’ simplemente los que tienen empleo. En un colmo de los colmos, para muchos empleados los 'privilegiados' son los desempleados, que cobran un piquito sin tener que fichar.
El mundo mítico construye, en realidad, una separación entre los cuestionables y los incuestionables. Con esa palanca, el vínculo de la solidaridad entre los más débiles se ha roto, y en su lugar se impone una voluntad ciega de escapar del agujero y cambiar de escenario pasando y pisando por encima de quien sea. La lógica de la emancipación colectiva ha sucumbido a la visión mítica y su techo. De ese techo cada vez más bajo del Olimpo se aprovechan los evangelistas de la salvación personal y, naturalmente, los políticos lacayos para desviar la ojeriza del electorado de la gente a la que protegen.
¿Cómo puedo educar a mi hija contra esa brutal credulidad de sus iguales?

lunes, 19 de julio de 2010

Ora et, si tienes curro, labora

POSIBILIDADES

La última monserga que se oye desde el púlpito es que hemos vivido, oh, pecadores, ‘por encima de nuestras posibilidades’. Eso dicen de sus respectivos electorados los primeros ministros europeos, desde Londres a Atenas. Pero, por ceñirnos al Reino de España, a mí me no me queda claro quiénes hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Por ejemplo, Amancio Ortega, el dueño de Zara, ¿ha vivido por encima de sus posibilidades? Según me he informado, el valor de sus empresas anda en torno a los 25 mil millones de euros. A mí por lo menos no me llega para imaginar cómo se puede vivir ‘por encima’ de eso. Y donde digo Ortega digo los más de ciento cincuenta mil españolitos que, según las estadísticas, se han hecho millonarios en euros. Si han conseguido vivir por encima de sus posibilidades, ¡qué cabrones!

O bien, hurgando en el otro extremo, los habitantes de La Rosilla, capital del chabolismo madrileño, ¿han vivido por encima de sus posibilidades? Quizá sea yo el que no entiende qué quiere decir aquí ‘posibilidades’, pero si hay algo que parece claro con independencia de su sentido exacto es que decir eso de Amancio Ortega resulta un poco aventurado y decirlo de los habitantes de La Rosilla, una pelotudez. Bueno, si ninguno de ellos ha vivido exactamente por encima de sus posibilidades, no todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y, al final, esto se va a parecer a los chistes de Gila: alguien ha vivido por encima de sus posibilidades...

En todo caso, y para prevenir que eso pueda volver a ocurrir en el futuro, nuestros gobernantes harían bien en decirnos cuáles son exactamente nuestras posibilidades, de modo que podamos, por un lado, atenernos a ellas y, por otro, conocer sin hacernos vanas ilusiones cuáles son los planes reales que el capitalismo ha establecido serenamente para nosotros.

De algunas posibilidades equivocadas ya nos vamos dando cuenta: todos creíamos que el capitalismo era ese sistema en que, a cambio de esfuerzo, iniciativa, trabajo y no sé qué más, todo el mundo (sin exagerar) podría comprarse una casa de más de 30 metros cuadrados, un coche mono y disfrutar de una semana de vacaciones en un tourist resort del Yucatán. Cuando uno piensa en esas posibilidades se da cuenta enseguida de a qué se refieren los premieres europeos. ¿Comprar una casa? Sí, si te decides a endeudarte de por vida y, con probabilidad, dejar a tus hijos en herencia no una vivienda, sino una hipoteca. Es más: cuando el capitalismo ha ofrecido una casa en propiedad hasta al más humilde y marginado de sus ciudadanos, cuando eso parecía posible, ha saltado la banca. Eso es imposible, facilitar la propiedad a los indigentes es la mismísima causa de la quiebra del sistema, han explicado los economistas bajo el epígrafe de ‘hipotecas sub-prime’.

¿Coche? Claro, para ir a trabajar. De forma que tendrás que trabajar perpetuamente para pagarte el coche que te has comparado para trabajar. ¿Vacaciones? ¿Quiere usted decir ocio remunerado? No jodamos, por favor: eso es una irresponsabilidad. En cuanto al Yucatán, no hace falta ni que nos lo aclaren las autoridades: eso está sin duda muy por encima de nuestras posibilidades.

El púlpito nos da sus razones para tanto polvo, sudor y hierro: todos estos recortes, todos estos ajustes, todas estas reformas laborales no son una manera de luchar por mejorar las condiciones de vida del hombre sobre la Tierra – todas estas privaciones tienen la abstrusa misión de ‘no empeorar la economía’ o, lo que es lo mismo ‘dar confianza a los mercados’. Oh, qué triste. No hay aquí la más mínima épica, ni el más mínimo ideal, sólo hay psicología no figurativa o filosofía de cuadrante. ¿Cuáles son nuestras posibilidades, pues, cuáles serán en el futuro? Las que dicten unos mercados histéricos. Pero cualquiera sabe que no se pueden pedir sacrificios en nombre de conceptos (y menos histéricos) si no han sido antes sacralizados y convertidos en dioses. Asistimos a las bodas de Mercado y Economía, que han depuesto a Progreso y Justicia de su trono como dueños de los corazones y las mentes de los hombres. Los motivos de nuestro esfuerzo no consisten en avanzar hacia una utopía, sino en huir de una catástrofe. El Manifiesto Consumista, el catecismo que rige nuestra organización global, se inicia con una frase: ‘Un fantasma recorre el mundo, el fantasma del déficit público’. Se han acabado las causas que enardecen y han regresado los ídolos que atemorizan.

Y SOLUCIONES

Algo sí que hay que agradecer a los implicados en el caso ‘Gürtel’: no tenían necesidad de llenar el país de hormigón y ladrillo, ni de convertirlo en una escombrera, ni siquiera de contaminarnos con amianto, fosfato, nitritos o humo radiactivo para hacer su negocio. Ellos se apañaban con unas mesas, una sillas y, de cuando en cuando, algún micrófono – objetos todos que desaparecían tras sus ‘eventos’ sin dejar mayor rastro. A esta forma de llevárselo, a diferencia de otras, habría que estarle sinceramente agradecido, porque, con gran ventaja sobre otras chorizadas de las que ha sido testigo la reciente historia de España, no produce efectos secundarios contaminantes o destructores de nuestro medio ambiente. No, señor: ellos se llevaban el dinero público de una manera que en buena ley podríamos llamar ‘sostenible’.

Y, en un mundo donde todo consiste en sacarle el dinero a paladas a los cotizantes, es de agradecer, insisto, que se haga así. De hecho, si fuésemos razonables, no tendrían más que pedirlo: ‘Oiga, mis tres, mis veinte, mis cincuenta millones.’ Y el empleado de Hacienda, a tirar de cheque y listo. En un mundo cuyos ‘yacimientos laborales’ no dan como resultado nada que de verdad necesitemos, cuando no se trata directamente de producir algo dañino, ¿por qué tendríamos que esperar a que vengan aduciendo alguna actividad empresarial que exija la movilización de personal para destrozarnos el país, el suelo, el agua y el aire? Por el amor de dios, que no se pongan emprendedores. ¡Or-ga-ni-za-ción! Una vez aceptado como un hecho normal de la post-postmodernidad, la extorsión de los ricos y poderosos debería hacerse de manera ecológica: yo propongo que el muy competitivo, productivo, excelente y eficiente ‘choriceo sostenible’ sustituya a la muy arcaica, rígida y destructiva ‘creación de empleo’ como forma habitual del trasvase de dinero de los pobres al bolsillo de los ricos. Y a esperar a que vuelva José María el Tempranillo.