martes, 25 de enero de 2011

Contra el día de hoy

La modernidad se ha convertido en justificante último de todo: de la tecnología o los objetos de consumo, por supuesto, de la naturaleza de las relaciones, naturalmente, pero también como criterio para juzgar la bondad o perversidad de la política o de la economía. Si una “reforma” “moderniza” algo se da por bien acometida – aunque conduzca directamente a la más repugnante de las injusticias. Tampoco importa ya si una decisión política o incluso judicial es justa o injusta – importa si es moderna o no. Más, mucho más que un cómodo sinónimo de lo actual, lo moderno es la gran coartada del poder hoy.

La modernidad es, también, el juez definitivo en materia de lenguaje. Poco importa si el lenguaje que se usa es preciso, intenso, jugoso, adecuado o incisivo; sólo (solo) importa si es moderno.

El gran truco operado por la ideología del poder consiste en haber transformado a todo bicho viviente (o casi) en adorador de la modernidad por encima de todo y, a continuación, en proporcionarle esa modernidad por medio de un lenguaje que oculta por sistema la realidad de las relaciones de poder. La modernidad se pasea, efectivamente, con la chulería de una victoria militar. Por esa vía se han hecho presentables las propuestas más infames, se ha relegitimado el racismo, el clasismo, la desigualdad e incluso la impunidad del poderoso: Berlusconi es un ejemplo acabado de lo que significa la modernidad en las relaciones mundanas de poder.

La convicción de que todo lo de antes –la tecnología y los objetos de consumo, claro, pero también la naturaleza de las relaciones y las razones de las luchas sociales y políticas- ha quedado obsoleto es el reverso tenebroso de esa misma promoción de la modernidad: la lucha por la igualdad de géneros, o por la libertad de opciones sexuales, o por el multiculturalismo son modernas; la lucha por la igualdad social es antigua. Todo persigue arrinconar uno y lo mismo: la lucha de clases, relegada por el modernísimo reconocimiento de la diversidad.

En este marco en que lo nuevo vende y lo de siempre malvende quiero situar mi crítica a George Lakoff, un lingüista estadounidense por quien siento el mayor de los respetos e interesado en el análisis del lenguaje político desde una perspectiva de, digamos, izquierda - aunque él evita cuidadosamente ese término para hablar estrictamente de “democracia”.

En un reciente artículo del que he tenido conocimiento (Obama’s missing moral narrative, http://www.huffingtonpost.com/george-lakoff/obamas-missing-moral-narr_b_593528.html?view=print) admite con pesar que la estrategia discursiva del presidente Obama le resulta decepcionante.

En fin, Obama está condenado a decepcionar a Lakoff: pensar que Obama (o, para el caso, cualquier otro presidente de EE UU) va a defender algo así como una política de izquierdas (es decir, democrática) es simplemente un sueño alcohólico – por la sencilla razón de que pertenecen a la clase que tendría que perder seriamente con esa política.

Dicho esto, quiero centrarme en el análisis de su análisis. Obama aparece a la defensiva, dice Lakoff, dentro de un cuadro que favorece a los conservadores. No ata los hilos, no es capaz de denunciar rotundamente lo que hay detrás del incesante goteo de escándalos y convocar a la nación a hacerles frente. Debería oponerse claramente al discurso del beneficio y el dinero de la corporocracia. ¿En qué debería consistir la alternativa? Un discurso donde prevaleciese la idea de empathy que, según Lakoff, es la seña de identidad de la izquierda (de la “democracia”): Empathy, and acting on it effectively, is the main business of government.

Su énfasis a ese respecto es tal que al final de su artículo sugiere enviar correos a Obama con dos “sencillas” palabras: Empathy now!

Pero, ¿qué demonios quiere decir empathy? Consciente de que la idea no se da por supuesta, Lakoff nos la explica, por supuesto en inglés: Democracy is based on empathy, on people caring about one another and acting to the very best of their ability on that care, for their families, their communities, their nation, and the world. Government must also care and act on that care.

Y yo traduzco para monolingües como puedo: “La democracia se basa en la empatía, en personas que se preocupan/interesan las unas por las otras y que actúan lo mejor que pueden en nombre de esa preocupación/cuidado por sus familias, sus comunidades, su nación y el mundo. El gobierno debe también preocuparse y actuar a partir de esa preocupación/cuidado/interés.”

En esa definición se incluye otra palabra-clave de nuevo diseño, care, tan dependiente de la lengua inglesa que es difícil de traducir y repetida hasta la extenuación, como hace quien quiere imbuirla, inculcarla. Con todo y con eso, ¿empathy no quiere decir simplemente “solidaridad”?, ¿hay algo en el significado de empathy que no se cubra con esa vieja palabra - solidaridad? Entonces ¿por qué usar semejante palabro - empatía?

En ese mismo artículo reincide también en la noción de empowerment, de la que, sin que nos conste la patente, es inventor. Lo hace en un contexto casi sinonímico del anterior: Government's job is to protect and empower its citizens.

Si a alguien se le propusiese completar la línea “La principal tarea del gobierno es”, quizá se le ocurriese “proteger a sus ciudadanos”, pero dudo mucho que a nadie se le ocurriese algo como empower sin haber leído jamás a Lakoff. Es natural: en contextos como éste la palabra no se está usando, se nos enseña usarla.

Empowerment es, como digo, otra palabra de diseño, nueva en inglés (al menos en su uso político) y, sospechosamente, sin correspondencia exacta en castellano.

He observado que ciertos grupos del activismo feminista intentan naturalizar el constructo en castellano llenando las paredes de pintadas que dicen “Mujer, empodérate”. Pero esas pintadas suelen estar cerca de las facultades universitarias. Fuera de allí, mucha gente se rascaría el colodrillo preguntándose “¿Ahora se dice así?”

Del mismo modo otros, ya veréis, no ofrecerán de aquí a poco el producto “empatía” y el producto care en algún envase castellanizado, como si la redención de la opresión pasase por calcar las ocurrencias que Lakoff tiene en inglés.

Pero en mi humilde opinión, la inventiva del propio Lakoff es contraproducente porque 1) pretende ignorar y condenar por no-modernas las palabras clave de la izquierda y la ilustración europea (incluso, y que el Señor me perdone, pre-cristiana), y 2) considera a los ciudadanos como un público de consumidores de política a los que es posible mercadear productos del lenguaje y manipular a través de ellos.

Y sin embargo 1) el enemigo más peligroso es la convicción de que las viejas luchas han caducado, están pasadas de moda, no son “modernas” – cuando entonces, ahora y siempre no hay otra lucha que la lucha en torno a los privilegios: la que sostienen los privilegiados para mantenerlos y ampliarlos y la que sostienen los desfavorecidos para eliminarlos. A esa lucha la llamó Marx (Carlos) “lucha de clases” y cada vez veo menos razones para darle un nombre más coqueto.

Y 2) con su actitud, Lakoff se comporta exactamente como un vendedor de palabras nuevas-modernas (empowerment, care, empathy), que repite machaconamente para ver si las compra el consumidor snob que cree que todos llevamos dentro. Como efecto inmediato, y en términos de su propia teoría, sólo consigue reforzar el frame, el marco de referencia, dominante - la modernidad.

En mi propia teoría: el lenguaje construye su propio destinatario, el destinatario adecuado; un lenguaje “moderno” construye un destinatario “moderno”, y es precisamente ese destinatario “moderno” el sumidero por el que se nos escapan los significados.

Desde mi punto de vista toda la ventaja y la razón de la izquierda descansa no en un uso particular del lenguaje o de la retórica, sino en los objetivos al servicio de los cuales está ese lenguaje. Son esos objetivos morales los que (como el propio Lakoff reconoce y propugna) deben reiterarse, pero si la disputa es entre empathy (por la izquierda) y compassion (por la derecha) todo parece reducirse a un concurso de palabras bonitas – a una batalla publicitaria. Hay que hablar de “igualdad”, “justicia” y “solidaridad”: esos son, claramente, los términos históricos de combate contra los privilegios.

Obama nunca usará ese lenguaje simplemente porque no comparte esos objetivos. Punto.

Como él, si la gente negocia y acepta otro discurso entonces es que realmente no tiene ningún interés por esos valores, es decir, ansían su cupo de privilegios, es decir, son aliados de la derecha, es decir, son lacayos de los poderosos, esperando su ración de migajas más que el poder colectivo de los desfavorecidos. Ésa es una mina de la que históricamente se han servido los privilegiados, efectivamente: el ingente número de los insolidarios, en especial la abundantísima clase media insolidaria o, como diría Lakoff, sin “empatía”. Y esa gente no va a sentir solidaridad por mucho que la llamemos (o mucho menos si la llamamos) “empatía”. A esa gente no les concierne el lenguaje. Esa gente solo espera del lenguaje (si acaso) una coartada a su comportamiento. Digamos que saben distinguir entre la jerga al uso la que corresponde a sus señores y no van a dejarse confundir con palabras.

Lo que ha conseguido la derecha en estos tiempos es, precisamente, haber vaciado el campo de quienes optan por la solidaridad y la lucha por el beneficio colectivo y haber engrosado las filas de los que esperan un beneficio personal de su alineamiento con los poderosos, sin que les importe un pimiento el destino de la clase trabajadora o de la especie humana, no digamos ya de la biosfera o del planeta entero. En los países capitalistas occidentales del hemisferio norte, la bonanza y la consiguiente “elevación del nivel de vida” dio razones a estos arribistas, traidores o tránsfugas sociales, mientras que en los países del cinturón de miseria basta con prometer un poco de pan, aunque sea duro, para que muchos se rindan (como ha sucedido con Duvalier en su vuelta a Haití).

Palabras aparte, estoy de acuerdo con Lakoff. Lo que se ha roto, efectivamente, es el vínculo solidario, la convicción de que o somos todos o no es ninguno. Hay que recuperar esa convicción. Y ese discurso no se ve por ningún lado en el “marco referencial” de los planteamientos de Lakoff, del que la contundente noción de “revolución”, por poner un ejemplo, está totalmente proscrita: sus términos son edulcorados y blanditos - empowerment es suavemente atenuante con respecto a power; care es sentimental, casi fofo; empathy es condescendiente e ideal para psicoanalizados – como la clase media alta norteamericana en la que está pensando.

En ese sentido y 3) quizá sin quererlo, Lakoff contribuye a sostener la vía de influencia asentada y actúa como oficiante del imperio: habla desde el púlpito. Romper esa vía dominante de influencia es parte indispensable de cualquier proceso de emancipación.

Desengañémonos: es la comprensión de la realidad y, como requisito indispensable, la voluntad de entenderla la que hace conversos. Como ejemplo de este tipo de intelección, véase Túnez. Mientras tanto, aceptar que las viejas palabras de la lucha están gastadas significa arrojar dudas sobre las razones de sus contenidos y empezar a darles la razón a los vendedores de humo.

(De todos modos, me encantaría recibir opiniones sobre este tema)

lunes, 17 de enero de 2011

La metáfora deportiva

En la Grecia antigua, cuando se convocaban las olimpíadas, se detenían las guerras. O, mejor dicho, se continuaban deportivamente. Si von Clausewicz pudo escribir que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, yo me atrevería a afirmar que el deporte ha sido, desde aquellas remotas fechas, la continuación de la guerra por otros medios: la competición atlética era una sublimación de la disputa bélica en la que unos atletas derrotaban a otros y se llevaban a casa las recompensas para orgullo y regocijo de sus paisanos; su victoria era también, seguía siendo, una victoria – eso sí, incruenta. En más de un sentido, el enfrentamiento atlético era una metáfora de la guerra, la suplía, la substituía y representaba, ahorrando de ese modo a los bandos enfrentados la realidad de la batalla, su tragedia y sus padecimientos.

El deporte era una metáfora de la guerra entonces y siempre ha pretendido serlo – el recinto ideal para aislar el ansia de rivalidad y enfrentamiento de los hombres, para desvirtuar y reconducir las consecuencias de la violencia y de la fuerza, el lugar donde el débil podía asistir sin humillación ni temor a las proezas del fuerte. Por eso cuando el deporte, la metáfora y substituto de la guerra, se proyecta sobre la vida misma y pretende servirle a su vez de modelo y metáfora privilegiada, es como si se desenterrase un monstruo que había sido enterrado para alivio de todos. Es una nueva resurrección de los titanes.

Por eso la metáfora deportiva, la que articula el discurso de la vida como competencia, competición o competitividad, como esfuerzo, como meta, como triunfo o como fracaso, como terreno de ganadores y perdedores – resulta aterradora, resuena con el estruendo de una gigantomaquia. Es un movimiento ilógico y criminal.

Saturno enterró a los titanes y a otros monstruos y gigantes, transformándolos en montañas majestuosas, pacíficas, inertes. Y fundó así la Edad de Oro. Eso era el deporte, la sublimación olímpica. Júpiter desenterró a los titanes, monstruos y gigantes, declaró la guerra a su padre Saturno y, con la ayuda de tan formidables fuerzas, lo derrocó. Impuso su propio reinado, que trajo a los hombres el sufrimiento, la muerte y la ignorancia. Eso es la metáfora deportiva proyectada sobre la vida, la des-sublimación olímpica.

Agresividad. Sacrificio. Lucha. Desafío. Reto. Superación. Espíritu de: monstruos que campan sueltos, a sus anchas por la vida. ¿Quién volverá a enterrarlos bajo las montañas?

Tras el golpe de mano, la metáfora y sus monstruos de cien manos han adquirido rápidamente legitimidad en todos los ámbitos. Su discurso ha calado incluso hasta el lugar más insospechado, el aparentemente más al abrigo de la monstruosidad: la república de los sabios, la Universidad.

Hace poco, en algún periódico de gran difusión (¿qué más da cuál?) leí a alguien (¿qué más da quién?, un profesor de física, por si alguien quiere más datos). Ante la noticia de la concesión del premio Nobel a dos investigadores rusos a sueldo de una Universidad británica, este hombre suspiraba: también nosotros deberíamos hacer lo mismo en España, decía, fichar rusos – igual que nuestros equipos de fútbol, que pueden competir mejor gracias a sus fichajes de extranjeros.

Uno no puede por menos que estremecerse ante este monstruo de la razón. Nótese que no se dice que deberíamos fichar sabios rusos para aprovecharnos de su conocimiento y saber más. No: es para poder competir mejor, literalmente como equipos de fútbol. ¿En qué liga? Supongo que en esos escalafones, clasificaciones o rankings de Universidades que pululan por ahí oficial o extraoficialmente – nadie sabe bien para qué. (Suelen usarse para sacarles los colores a los mal clasificados, como si nadie hubiera hecho la observación de que no pueden ser otra cosa que publicidad y que, por lo tanto, han de estar pagados a escote por las primeras de la lista).

Naturalmente este profesor de física, que con tan preclaras ideas ha llegado a merecer un espacio en tribuna tan excelsa, no parece haberse planteado jamás la pregunta más sencilla: ¿qué pensarán de esto en Rusia? Su exclamación, lamento o exabrupto periodístico da por supuesta la idea de que, como en el fútbol, hay equipos de primera y equipos de segunda y que, como en el fútbol, los de primera son los que tienen la guita. Punto final. Allá los rusos…

Los cíclopes redivivos, cretinos con dinero, vuelven a sentirse fuertes y a enseñar los dientes sin complejos. ¡Hay que combatir a toda costa la metáfora deportiva!, ¡por Saturno!