domingo, 8 de diciembre de 2013

A este lado de las concertinas


Illud tamen nec praeteriri est aequum nec sileri, quod cum duas haberet ursas saevas hominum ambestrices, Micam auream et Innocentiam, cultu ita curabat enixo, ut earum caveas prope cubiculum suum locaret, custodesque adderet fidos, visuros sollicite nequo casu ferarum deleretur luctificus calor. Innocentiam denique post multas, quas eius laniatu cadaverum viderat sepulturas, ut bene meritam in silvas abire dimisit innoxiam.

Este pasaje de Amiano Marcelino (29,3,9), que cuelgo en su latín original para quien pueda disfrutarlo, documenta un mundo atroz: la etapa crepuscular del imperio romano. El texto nos habla del topoderoso Valentiniano, quien, en la segunda mitad del siglo IV, gobernó durante doce años el imperio como un porquero resentido a su piara. El emperador ejercía sin límite los privilegios que le daba el poder, sometiendo a sus súbditos a todas las arbitrariedades y, encima de eso, a un sarcasmo cruel:

"No sería justo ignorar ni silenciar un hecho famoso: tenía dos fieras osas devoradoras de hombres, 'Pepita de oro' e 'Inocencia'. Las cuidaba con tanto mimo, que situó sus jaulas cerca de su propio dormitorio y les puso guardianes de confianza: debían vigilar celosamente que por ningún azar se destruyera su instinto asesino. Al final, cuando ya había visto muchas sepulturas de los cadáveres que Inocencia había despedazado, Valentiniano la dejó suelta en el monte sin cargos, como premio a sus servicios."

El fragmento corona un largo capítulo dedicado a ilustrar la maldad y la crueldad de Valentiniano. Su monstruosidad, en el relato de Amiano Marcelino, se encarna en ese par de osas a las que arrojaba vivos a los detenidos.
Un estilo barroco conspira aquí para visualizar la perversidad del emperador. La traducción no puede dar cuenta de todos los guiños que hace Amiano, contemporáneo de los hechos, a quien vemos suspirar casi al relatar la mala baba de Valentiniano, un tipo capaz de bautizar a una de aquellas osas criminales con el nombre de Inocencia. Eso es propio de un humor innecesario, más que negro, sardónico, demoníaco ya... Como un retruécano sádico, Inocencia se pasó años despedazando cuerpos a zarpazos hasta que -con el sólo propósito de que la osa se reprodujera y echase al mundo una cría tan malvada como ella- Valentiniano la dejó libre sin cargos. Inocencia fue absuelta. Como la casta a un toro bravo, digamos, su comportamiento asesino le sirvió de mérito a la fiera para ganarse el indulto.
Con triste ironía ("no sería justo ignorar ni silenciar"), Amiano describe el pésimo gusto de las bromas de Valentiniano y, al mismo tiempo, el grado de demencial incompatibilidad entre el lenguaje y la realidad en el mundo que le tocó vivir.
El pasaje se asoció libremente en mi cabeza con la actualidad de nuestro propio mundo. De manera comparable a como, en el terrible siglo IV, Inocencia despedazaba y devoraba a los desdichados ciudadanos, pensé, en la argumentación política del siglo XXI las (grandes) ideas se convierten en (simples) coartadas para laminar la ciudadanía, proclamas ocurrentes, administradas con un sarcasmo tan pinturero como provocador.
Publicado en el Diari Oficial, el texto del decreto ley con el que la Generalitat de Valencia clausuró la radiotelevisión pública de la Comunidad, lleva el siguiente encabezamiento: "Decreto Ley 5/2013, de 7 de noviembre, del Consell, por el que se adoptan medidas urgentes para garantizar la prestación del servicio público de radio y televisión de titularidad de la Generalitat." (La cursiva es mía).
¿Hay o no hay aquí también un cachondeo valentinianiano? Casi vemos a su autor resoplando de risa sobre el teclado mientras redacta, igual que podemos imaginar a aquel emperador tan gracioso en el momento de bautizar a sus osas antropófagas. El redactor no se corta un pelo: ¡llama "garantizar la prestación" a las órdenes para interrumpir la señal de las emisiones!
Probablemente no hay mejor ejemplo del valentinianismo con que se nos sermonea desde el púlpito que el de "libertad"; no existe otro concepto más claramente convertido en osa... quiero decir, en consigna (ése es el nombre técnico de las excusas). Tienen esa palabra en boca a todas horas y para todo: "libre iniciativa", "libre elección", "libre comercio". No hay nada más sagrado, oiga. Ellos son el "partido de la libertad".
Y sin embargo se esmeran hasta el sadismo para "disuadir" a la gente de moverse libremente y entrar en este país. Es gente que no les gusta a los partidarios de la libertad, of course: moros o negros de África. Gente pobre. Ahí, la osa Libertad se encarnó en un muro de alambre y concertinas (concertinas: ¡ah, qué melodiosa palabra para una cuchilla que, como una garra, saja hasta el hueso!).
Pero, no engañarse: el partido de la libertad no sólo se empecina y se ensaña contra la libertad de los otros. A este lado de las concertinas, dentro de este mundo maravilloso en que residimos, por el que esa gente pobre se juega la vida, un tartazo equivale a dos años de cárcel. He dicho un tartazo, ni siquiera un tortazo... 
Si le tiras un merengue a una autoridad, por mucho que la autoridad se lo mereciera, te van a condenar a dos años de trena, como le ha pasado a unos chavales blancos y navarros que se fueron a Francia a ensuciarle la cara y el traje a alguien con cargo público en su tierra. No se puede alegar la eximente de "fiesta". La broma no tiene gracia, así que, dos años, repito, veinticuatro meses de prisión. He aquí una buena dentellada de Inocencia. Tartazo, zarpazo.
La otra consigna predilecta del partido de la libertad es "democracia". Mientras sus ministros, portavoces y secretarios proclaman su compromiso con la "libertad" y la "democracia", publican y presentan libros y convocan actos sociales sobre la "libertad" y la "democracia", crean y financian fundaciones para la "libertad" y la "democracia" - mientras entonan odas a la libertad y la democracia venga o no venga a cuento, se disponen a impedir que ni una ni otra puedan ejercerse. 
Penas de decenas de miles de euros por manifestarse en determinadas zonas, por convocar a la manifestación desde el ordenador, por ponerse capucha en la manifestación, por fotografiar a los policías durante la manifestación. Disponiéndose a arrojar a sus ciudadanos a los osos, los gobernantes les ponen lindos nombres a las fieras. El proyecto de una nueva ley de "seguridad ciudadana" -como el emperador se atreve a llamar, con grosero sentido del humor, a las medidas para que los ciudadanos se sientan inseguros si protestan- nos da una lección más sobre esta habilidad tocapelotas.
Inocencia parió y crió tres oseznas en el monte: a la primera, el Valentiniano de turno la llamó Libertad, a la segunda, Democracia, y a la tercera, la más peligrosa de la camada, la llama Seguridad.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

A desalambrar




El pasado lunes 16 han conseguido entrar en Melilla hasta un centenar de emigrantes. (La prensa dice "inmigrantes", pero ése es nuestro punto de vista y, a diferencia de lo que creen los periodistas neutrales, lo primero que hay que hacer para relatar con justicia cualquier conflicto es ponerse en el pellejo del más débil y vulnerable, es decir, adoptar su punto de vista.)
La gran colada se ha producido tras un salto coordinado de la valla fronteriza en el que han participado unos 300 subsaharianos, según la Delegación del Gobierno en la ciudad autónoma. Para conseguirlo, esos campeones de la libre iniciativa y del amor al riesgo tuvieron que superar la doble alambrada de 6 metros de altura y 12 kilómetros de longitud que separa Melilla de territorio marroquí, uno de los catorce muros (o así) que este mundo neoliberal nuestro erige contra los emprendedores de verdad. Enhorabuena a los premiados.
Esas barreras y alambradas no sólo resultan una prueba intolerable e innecesaria para los de fuera, sino que, como espero probar, nos perjudican a nosotros mismos, a los que estamos dentro, a quienes se dice proteger. Después del derecho universal al fracaso, del que hablé en una entrada reciente, la siguiente medida que debería garantizarse inmediatamente es el derecho a la libre circulación de las personas. Si así se hiciera, sancionándolo por escrito en la ley e imbuyéndolo en las escuelas, sucederían cosas muy interesantes. Aprovecho desde aquí para saludar a los amigos e invitar a los profesores de las Facultades de Economía y Ciencias Políticas a que elaboren con sus estudiantes un simulacro, describiendo con detalle todos los posibles efectos de dicha medida. Yo adelanto los que a mí se me han pasado por la sesera.
Quede claro que mi planteamiento se ajusta plenamente a la ortodoxia. Debemos recordar a los amantes de la libertad la aplicación real de su ideología. Hay que completar la libre circulación de capitales con la auténtica y definitiva libertad que debería traer la globalización: que las personas puedan desplazarse sin restricciones por el mundo y que las fronteras sólo sirvan para demarcar el contorno de las ligas de fútbol. (Pero, por favor, ¿hay algo menos moderno que una frontera?)
Eso debería valer para las personas fisicas, pero si algún amante de la libertad me convenciera, por razones que escapan ahora a mi modesta inteligencia, de que el libre movimiento sólo vale para las jurídicas, entonces debería ser gratuito darse de alta como sociedad anónima. En lugar de llamarte Manolo, y por paradójico que pueda resultar, pasarías a llamarte Manolo Sociedad Anónima (Manolo S.A., y así se bautizaría ya a los recién nacidos). En tanto que empresa unipersonal, Manolo S.A. se beneficiaría de todas las ventajas que este sistema nuestro reserva para las corporaciones y a continuación podría instalarse en un apartamento en las islas Caimán u otro paraíso cualquiera.
Con uno u otro marco legal, veríamos entonces los efectos de un proceso de "movilidad exterior" verdaderamente espontáneo, el auténtico "mercado de trabajo" actuando con frenético dinamismo. La población del mundo seguiría el rastro del dinero como un sabueso a una perdiz. Los hombres y mujeres de los países pobres, del Sur, del antiguamente llamado Tercer Mundo, afluirían como corrientes marinas a las bonitas islas del Norte donde recalan en su viaje por el mundo, como el fantasma holandés aquel de la ópera, los capitales errantes que huyen sin tregua de las Haciendas nacionales.
Como primer efecto, los paraísos fiscales se harían invivibles. Serían inmediatamente anegados por oleadas de (e)migrantes a la búsqueda de la calderilla de los millonarios. Por efecto autorregulador del Mercado, los pobres de todo el mundo acudirían a la Prosperidad como moscas a la mierda, reventando el oasis demográfico y social. Allí no querrían quedarse a vivir ni los testaferros. Y entonces, ¿para qué iban a querer sus gobiernos seguir siendo paraísos fiscales? Decretarían de inmediato el fin del secreto bancario sólo por quitarse de encima tanta humanidad.
Los demás privilegiados divisaríamos en lontananza la llegada del tsumani demográfico. Veríamos a media Lationamérica atravesando el desierto, tal que el pueblo elegido, camino del Río Bravo, o a media África surcando en zodiac el estrecho de Gibraltar, como el mismo pueblo elegido después de haber atravesado el desierto. Los vigías anunciarían a todo el interminable ejército de los que huyen de la guerra y el hambre o (¿por qué no?) de los que sencillamente persiguen los deseos inducidos por la publicidad. Ante semejante amenaza los amos de América del Norte y de Europa no tendrían más remedio que efectuar una maniobra natural: enviar emisarios para convencerles de que se queden allí donde han crecido. Pero, sin policía que te obligue, si cada uno puede ir adonde y cuando le dé la real gana, hará falta algo más que propaganda.
El movimiento libre pondría la retórica de la globalización contra las cuerdas. En un mundo verdaderamente liberal y globalizado, en el que estuviese garantizada la libertad de circulación personal sin restricciones, los amos se verían obligados a convivir con el resultado social de su sistema dentro de casa, a tener por vecina a la parte desagradable de la estadística. La demanda (de dinero) se encontraría, imantada por su polo contrario, con la oferta. La pobreza se movería como una veleta siguiendo el viento de la riqueza.
El bonito problema del reparto o la trinchera se presentaría entonces en toda su crudeza. Los capitales tratarían de huir, pero, en esas condiciones, ¿hasta dónde podría llevarse uno su salvación personal sin que le persiguiera la debacle colectiva? Tendrían que ingeniarse otros métodos. ¿Tal vez colaborar en el desarrollo equilibrado de todas las regiones del globo? Pudiera ser...
La corrección de desequilibrios macroeconómicos que provocaría la medida que estoy defendiendo podría llegar a conseguir grandes cosas. El enemigo (que está dentro, y no fuera) podría avenirse a colaborar si llegara a comprender que, de esa manera, no sólo se quitarían estímulos a las invasiones bárbaras y la "movilidad exterior" se reduciría por falta de interés, sino que a ellos mismos, tal vez, les gustaría también vivir en paz y buen rollito en las exóticas, cálidas y hermosas tierras de los bárbaros.
Desalambremos, ya.

lunes, 9 de septiembre de 2013

La Botella medio vacía



Observo irreverencia y despiporre en la Red y en los medios de (in)comunicación porque la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, parece haber dado muestras de desconocimiento del inglés durante su intevención en una rueda de prensa tenida en Buenos Aires, con motivo de salir gallardamente en defensa de la candidatura de la ciudad que gobierna para albergar ciertos juegos deportivos.
Pues bien, tercio de mala gana en los cotilleos para protestar: no veo qué gracia tiene que una española no hablé inglés. ¿Tendría que dar risa el que una húngara no hablase lituano, o una vietnamita portugués? Sencillamente, el inglés no es la lengua de la alcaldesa. Hasta dónde yo sé, no existe ninguna ley que exija hablar otra lengua que la materna para legislar en representación de alguien.
Otra cosa distinta sería que, para dedicarse a la política en foros internacionales, se recomendase dominar más de un idioma. Eso parece razonable, pero, para demostrar que no lo es, bastaría con someter a un examen de poliglosia, o simplemente de bilingüismo, a los políticos estadounidenses o británicos.
Así que, convendría dejar de dar por supuesto que un ciudadano español, incluso cargo público, tiene que hablar un inglés del que nadie se descojone. No, por el momento y mientras sigamos siendo ciudadanos de un país independiente, el problema no está en que Ana Botella no sepa hablar la lengua de Johnny Rotten (¡incluso aunque su partido insista en lo contrario!): el problema es que no sabe hablar ni la lengua de ese país suyo, al que pretende representar.
En la mencionada conferencia de prensa un periodista angloparlante osa preguntarle si resulta oportuno que un país sumido en una crisis de deuda pública y con el 27 por ciento de su población activa en paro se gaste los cuartos en organizar los susodichos juegos deportivos. Ana Botella prescinde muy coqueta de los cascos de interpretación y responde en román paladino. La transcripción de su respuesta es, con toda la precisión posible, la que sigue:
- Tenemos el 90% de las infraestructuras hechas, son unas infraestructuras eh de gran calidad, tenemos eh instalaciones deportivas de gran eeeh calidad y eso cremos que puede ser una nueva forma de ser candidato una ciudad con el 80% de las infraestructuras hechas.
¿Alguien puede sacar de ese pastiche sonoro, de ese revoltijo alfanumérico no ya algo conectado remotamente con la pregunta, sino algo conectado, sin más, articulado, referido a una idea precisa? El discurso público que expresa la regidora de la capital de España en su lengua materna está un paso más allá del galimatías y cerca ya del balbuceo. ¿Qué más da si ha entendido o no ha entendido el inglés? No conviene ver la Botella medio llena cuando simplemente está medio vacía.

miércoles, 5 de junio de 2013

El derecho al fracaso



He estado mucho tiempo callado. En realidad estaba mudo, sin palabras. Miraba alrededor, leía la prensa, estudiaba mis facturas, me enteraba y cada vez que iba a abrir la boca, la realidad me la tapaba. ¿Qué necesidad, me decía, hay de decir nada, de explicar algo? ¿No está todo a los ojos de todos? A buen entendedor... Quienes no ven la manera en que se nos esquilma y se nos hunde en la miseria tienen poco remedio, es que no quieren verlo. Sé que no escribo para ellos. Pero la gente para la que yo escribo, están todos de vuelta y media. No tengo nada que añadir a la claridad luminosa que reina como un nuevo amanecer: preferentistas, jubilados, funcionarios, jueces, bomberos, médicos, profesores.... todos tenemos amigos caídos en la guerra que se nos ha declarado.
De hecho, me había cansado de analizar esa guerra, de denunciarla, de estudiarle los matices en la voz, de mofarme de sus conquistas, de escribir sin hacer otra cosa que señalarle las vergüenzas al enemigo, pero sin llegar de verdad a encontrarle las cosquillas.
Ahora creo que no puedo seguir callado. Siento que ha llegado el momento de recuperar la voz, pero no para seguir denunciando al buen tuntún de la actualidad como un lector de periódicos cabreado, cada día más histérico, sino para proponer alternativas. Ya está bien de criticar; hay que aportar ideas - lo dicen todos los telediarios.
Ya no basta con lamerse las heridas, hay que pasar al contraataque. Así que me he puesto a pensar en algunas ideas que poner sobre la mesa. Sí, sí, no me miréis así. Estoy hablando de propuestas: mi paquete de medidas, digamos, mi modesta proposición. Comenzaré con una iniciativa. Seguro que más adelante se me ocurrirá alguna más: podéis estar seguros de que, llegado el caso, os las comunicaré inmediatamente.
He tratado de ser lo más realista que he podido - ya me dirán otros si he sido o no lo suficientemente realista. Busco ideas que no cuesten dinero y que deberían regir a la comunidad en forma de leyes. Deberían tener la garantía constitucional y el respaldo de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, de la policía, de la Guardia Civil, de la Ertzantza, del CNI. Ya hemos visto que, para lo que trae cuenta, la Constitución puede cambiarse de un día para otro.
La primera medida que propongo es el derecho universal al fracaso y la igualdad en su acceso.
Si es usted un banquero, tiene pleno derecho a fracasar. Sin limitaciones. Usted será rescatado. La cosa no tendrá mayores consecuencias: aunque hunda usted su banco, usted seguirá disfrutando del mismo tren de vida. Seguirá residiendo bajo techo en su primera y en su segunda residencia, comiendo y bebiendo a voluntad, recibiendo la mejor atención médica. No, hombre, no se preocupe: no irá usted a la cárcel.
Si es usted ejecutivo, uno de esos altos ejecutivos de corbata rosa, también tiene usted pleno derecho a fracasar. Incluso aunque hunda la compañía para la que trabajaba, puede murmurar, como si fuese una verdad evidente: "Todo el mundo tiene derecho a equivocarse" y, antes de cambiar de aires, cobrar su liquidación blindada por valor de un montón de millones. Es posible, de hecho, que su trabajo consista precisamente en hundir empresas, convirtiendo el fracaso en su manera particular de éxito, pero incluso aunque ese no sea el objetivo, su responsabilidad y el precio que debe pagar por ella es muy, muy limitada.
La protección contra el fracaso de ciertos sectores interesa enormemente al gobierno. Según una nueva ley, de la que informaba la prensa el pasado día 25 de mayo, si es usted "emprendedor" no tendrá que responder de sus fracasos con su casa como prenda. Quizá pierda su inversión y su tiempo, pero ningún crédito impagado amenazará su seguridad. ¿Por qué? Muy sencillo: porque es mejor. Usted también tiene derecho al fracaso, qué caray. Nada podrá quitarle el sueño. Por si su red familiar no fuera lo suficientemente tupida o sus relaciones no eran lo suficientemente solventes como para rescatarle, el gobierno le asegura.
En cambio, ay, amigo, si eres un asalariado sin familia o amigos pudientes, especialmente si eres un obrero inmigrante, no tendrás el menor derecho al patinazo.
Si hay que medirla por sus consecuencias, la responsabilidad se agranda de arriba abajo (¡no al revés!): a menor responsabilidad, mayor salario y mejor cobertura contra el fracaso.
De las falsedades que repite el discurso dominante hay algunas especialmente sangrantes.
Una de ellas dice que es justo que el inversor o el empresario tenga mayores garantías que el obrero, porque el inversor o empresario arriesga la fortuna que ha invertido en el negocio. Bueno, es posible que el trabajador no se juegue nunca tanto dinero, pero el caso es que se lo juega todo en cada contrato.
Si su empresa quiebra, a diferencia de sus jefes, la responsabilidad del empleado será inmensa, total - y las consecuencias, para echarse a temblar. Será despedido, perderá su salario y, después de perder su salario, habrá perdido el techo, la comida y la bebida, la salud, la tranquilidad, el sueño y hasta las ganas de vivir.
Otra de las grandes memeces que se repiten de emisora en emisora es la idea peregrina de que cada persona recibe lo que se merece. Ésta es quizá una de las idioteces verdaderamente grandes. Pensemos en los niños: ¿cuál de ellos se ha merecido lo que tiene? Obviamente ninguno. No han tenido tiempo para hacer merecimientos. Se dirá: "Pero son los merecimientos de sus padres los que le benefician o perjudican." Quizá, pero para el niño, esa circunstancia no deja de ser un azar, una lotería - la lotería genética. De entrada, ninguno de los menores se ha ganado lo que tiene.
Y, ¿es que alguien ignora que en el futuro de los niños pesarán como una losa los números que le tocaron en suerte - el medio sociocultural, el acceso a la formación, las garantías sanitarias, las proteínas de su alimentación? Si bien se mira, los méritos o deméritos de sus padres -que también fueron niños- suelen estar, a su vez, fundados en esa casualidad.
A ese azar fundamental se añadirá más tarde el azar, bastante probable, del fracaso personal. A mi me parece bien que se asegure a los banqueros, a los altos ejecutivos y a los emprendedores: cualquiera concluirá conmigo que lo que habría que hacer es, igual que se hace con ellos y por las mismas razones (porque es mejor), asegurarnos todos contra una sociedad enormemente azarosa. Asegurémonos, quiero decir, todos por igual.
¿Por qué la derecha, tan celosa de preservar a toda costa la igualdad entre las distintas Comunidades Autónomas, cuya asimetría en cualquier aspecto le parece intolerable, tiene tan poco interés en eliminar las asimetrías entre las clases sociales y entre las personas?
Recientemente una Delegada del Gobierno declaraba muy convencida: "Es bueno que haya ricos y pijos: ellos son los que consumen y gastan dinero." No voy a entrar en el debate sobre la causa de la bondad: si eso es bueno, ¿entonces por qué no todos?, ¿por qué sólo unos pocos?
Y si la Delegada me saliera al paso con alguna razón por la cual no todos podamos ser ricos y pijos a la vez, preguntaré a continuación: "Bueno, y ¿por qué no por turno?"
El muy diferente seguro contra el fracaso que nos asiste a unos y a otros es el índice de desigualdad más ofensivo de nuestra organización social. Eso sí que son derechos históricos arbitrarios.
La buena o mala organización de una sociedad no se prueba en la bonanza: cualquier sistema es bueno cuando hay de sobra. En el paraíso no harían falta estructuras comunitarias. La buena o mala organización social se verifica en las adversidades: es precisamente para eso para lo que debe organizarse la sociedad. Es para enfrentarnos a las dificultades para lo que nos trae cuenta el pacto social.
La sociedad no debe estar preparada para el triunfo, sino para el fracaso - para la impotencia, para la vulnerabilidad, para la debilidad. La seguridad social nos conviene porque este mundo es ya bastante jodido.
Por eso ahora, precisamente ahora, resulta inexplicable el desmantelamiento de los servicios públicos. Por eso, el que ahora, en estos momentos de progresivo empobrecimiento, se nos recuerde que la vida es dura, y que debemos prepararnos para cosas peores aún, aparte de un insulto, es una prueba más de que soportamos un orden al que sólo un sádico puede encontrar fundamento.