domingo, 13 de septiembre de 2015

Carta abierta a Manuela Carmena



Apreciada Sra. Carmena:
Me dirijo a usted como profesor de filología en la Universidad Complutense y uno de los muchos ciudadanos madrileños (aunque vivo en la sierra, trabajo en la ciudad, y no dejo de considerarme un vecino madrileño de la periferia) que sintieron una enorme alegría al verla acceder a la alcaldía de la capital, presumiendo que con usted llegaban también aires nuevos y más respirables. Quizá por eso mi desazón ha sido mayor al saber que ha ordenado usted colgar del edificio del consistorio un gran cartel en que se da la bienvenida a los refugiados…en inglés.
Permita que le pregunte, Sra. Alcaldesa: ¿a quién se dirige usted con esa bienvenida? ¿A esos refugiados? Siendo en su inmensa mayoría sirios e irakíes, ellos hablan distintas variedades del árabe: ¿no hubiera sido más lógico rotular el texto en esa lengua, si usted quería que de verdad sintiesen la bienvenida? No ignora usted sin duda que, con ese mismo mensaje público, se manifiesta usted en representación de los vecinos de la ciudad de la que es usted Alcaldesa, una población que se comunica, hasta el presente, en lengua castellana. Sin embargo, su cartel no está ni en árabe ni en castellano. Está en inglés, una lengua ajena para ambas comunidades. ¿A quién se dirige usted entonces, Sra. Carmena?, ¿a quién y en nombre de quién le da la bienvenida en inglés?
No me cabe ninguna duda de que usted sabe que las lenguas no son sólo medios de comunicación, sino que también poseen un valor simbólico. Las lenguas son símbolos de identidades colectivas. Y digo que no me cabe duda de que le consta porque, de hecho, usted ha elegido el inglés como idioma del texto a sabiendas de que muchos madrileños quedan excluidos de su comprensión directa, al igual que la mayoría de los refugiados, alfabetizados en caracteres árabes. En cambio, podría pensarse que, quienquiera que pueda entender “Refugees Welcome”, hubiera entendido “Refugiados, Bienvenidos”, aunque sólo fuera por su similitud formal y su función. No, el cartel no tiene en cuenta la comprensibilidad, sino, estrictamente, el valor simbólico.
Y, ¿qué puede simbolizar el uso de la lengua inglesa sobre la fachada del Ayuntamiento de la capital de España? Seguramente quien le ha aconsejado al respecto le habrá dicho que esa elección signfica “modernidad” y “globalización”. Permítame que, aprovechando para recordarle que ésas son dos consignas neoliberales, discrepe rotundamente con el consejo dado y con la decisión tomada.
Esa decisión ignora la lengua de quienes serán acogidos y desprecia la de quienes les darán acogida. El efecto simbólico de que una institución como el Ayuntamiento de Madrid relegue el castellano para manifestarse en una tercera lengua, una lengua sin ninguna oficialidad y ajena a todos los implicados, sólo puede ser el de subrayar la superioridad de ese idioma sobre el de la población concernida. Es decir, el uso de esa tercera lengua sólo puede llevar a pensar que lo que usted y yo hablamos entre nosotros es, en alguna medida, menos digno o menos adecuado. En cuanto a los refugiados, sirios o irakíes, sin necesidad de hurgar mucho en ello, ¿cree usted que se sentirán identificados con la lengua de Estados Unidos o Gran Bretaña?
Sra. Carmena, lo diré con crudeza: ese cartel tiene el mismo valor simbólico que el de la bandera de una potencia ocupante. Es, pues, un insulto, una ofensa tanto para la población de Madrid (y de todo el Estado, en tanto que Madrid es su capital) como para la población de refugiados a la que se pretende dar la bienvenida.
La política lingüística existe, Sra. Alcaldesa. Quien le ha aconsejado colocar ese cartel en esa lengua se lo ha aconsejado en nombre de una determinada política – que es, tristemente, la misma que la de consistorios anteriores y, a mi juicio, del todo equivocada.
Permítame algunas preguntas más: ¿cuál es el compromiso de Madrid con la lengua castellana? ¿Cuál es su compromiso personal? ¿Duda usted de que, si ese cartel se hubiese desplegado en Barcelona o Bilbao, no estaría redactado en catalán o euskera, respectivamente? Y, ¿qué conclusión saca usted de eso? ¿Qué son provincianos y catetos? No, Sra. Carmena: no son más provincianos que otros, sino que están comprometidos con la defensa de sus respectivas lenguas, una defensa que pasa por su visibilidad pública prioritaria. Lo provinciano, lo cateto, es utilizar el inglés: eso equivale a declararse expresamente provincia del imperio.
Permítame también que, aprovechando esta circunstancia, me extienda sobre esta cuestión, que yo esperaba ver cambiar con su llegada al consistorio. Madrid debe expresarse en castellano, en primer lugar, y orgullosamente en castellano – una de las lenguas oficiales en la ONU y de las más universales, con más hablantes nativos aún que el inglés. En segundo lugar, y en tanto que capital de un Estado plurilingüe, Madrid debería dar visibilidad a esas otras lenguas oficiales en el Estado.
Seguramente no habría tantos catalanes deseando independizarse del país si la capital reconociese que la lengua materna de esos ciudadanos también tiene un lugar en ella. Sra. Carmena: los lugares públicos de Madrid deberían estar rotulados, además de en castellano, en catalán, euskera y gallego – precisamente porque las lenguas tienen un valor simbólico y político. Cuando llega al aeropuerto de Barajas, un hablante de catalán, vascuence o gallego, debería sentir que llega a casa y encontrar los carteles redactados en su lengua, no porque no entienda el castellano (en general, en esa cartelería la iconografía suple con creces la necesidad de usar cualquier idioma), sino porque es un acto de cortesía elemental. Con ese guiño, les reconocemos. De nuevo, el uso de las lenguas es político y no comunicativo. No entender esto, o entenderlo sólo para ponerse de rodillas ante el inglés, es un fracaso y una humillación para quienes esperamos desesperadamente que alguien, por fin, comprenda algo.
La política lingüística es parte de la Política, con mayúscula. Por favor, Sra. Carmena, revise seriamente la política lingüística del Ayuntamiento de Madrid. Para esa tarea, me pongo encantado a su disposición.

jueves, 3 de septiembre de 2015

La inocencia ahogada

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Había decidido no volver a escribir Por lo bajini. Y lo había decidido porque, primero en la forma de una sensación incómoda que se confundía con la batalla por el estilo, después con una acidez cada vez mayor, con esa agitación que trae el ardor del estómago y que no deja que encuentres postura definitiva, fui dándome cuenta de que me censuraba. No encontraba palabra definitiva porque no me atrevía a publicar la que me lo parecía. Eso, pensaba, era el colmo de los colmos: me publicaba a mí mismo para no tener que dar cuentas a nadie, para no tener que ceder a las condiciones de ningún editor ajeno - y me censuraba yo solo. No decía lo que verdaderamente quería decir ni de la manera que debía decirlo. Tenía miedo. Había cosas, sentía, que podrían traerme a la policía a la puerta de casa. En esas condiciones, para no decir exactamente todo lo que y como pensaba, no merecía la pena escribir.
No es fácil admitir que uno se autocensura. Antes de reconocer que me tachaba a mí mismo las palabras llegué a elaborar una teoría según la cual todo estaba ya a la vista: ya no había nada que añadir, puesto que nada se ocultaba ya a quien quisiera ver (y quien no veía ya no vería nunca, no le haría ver toda la prosa del mundo, porque no estaba dispuesto a abrir los ojos). Mi escritura (casi casi la escritura entera) se había vuelto innecesaria. Eso, sin embargo, no debía parecerles del todo exacto, suficiente o consolador a quienes manejan las páginas del BOE, que siguieron trabajando para darme la razón. Finalmente, la Ley Mordaza remachaba mi ataúd como articulista de por libre. Esa ley está hecha para gente como yo. Si digo lo que pienso sobre esa ley, sobre sus perpetradores y sobre la respuesta que debe darse a esa ley y a sus perpetradores, mañana estaría en un calabozo. Como veis, no lo digo. Vivo en un mundo sin libertad de expresión, eso es todo. Espero que decir que tengo miedo sea aún tolerable y no perseguible.
Había, pues, decidido callarme para actuar de otro modo, un modo que no dejara pistas ni huellas que pudieran llevar a los sabuesos hasta mi puerta, por pura cobardía. O a lo mejor, vamos a ser sinceros, para no actuar de ninguna manera. Pero ahora, a la vista de esa fotografía de un niño escupido por el mar sobre una playa turca, he sentido la necesidad de volver a decir algo, aunque sea, perdonadme, de forma alegórica, eufemística, autocensurada.
La más irónica, hiriente y repulsiva de las circunstancias acompañantes de este mundo neoliberal, este mundo al que se le llena la boca mascullando la palabra “libertad” y que tumbó el Muro de Berlín y Telón de Acero, es que se ha hecho especialista en levantar muros, telones y vallas para impedir la más básica e inalienable de las libertades: la libertad de movimiento. Países como Hungría, que sufrió especialmente el Telón, que intentó reiteradamente horadarlo y que fue la primera en hacerle un boquete adonde corrían los ciudadanos de la Alemania del Este para huir a “Occidente”, a la “libertad” - países como Hungría forman hoy el paradigma de la “firmeza” contra quienes, sin más, quieren ir libremente de un lugar a otro: alambradas, muros, policía o, lo más insólito en el paraíso capitalista, la prohibición de subir a un tren a ciudadanos con billete.
Los refugiados huyen de las armas europeas y norteamericanas, de regiones devastadas por guerras cuyos detonantes o azuzadores (y me amparo detrás de El Roto para decir esto, puesto que él ha dibujado lo mismo - él y nadie más en los medios de comunicación de rigor) han sido los mismos gobiernos “occidentales” que ahora se llevan las manos a la cabeza ante la desbandada.
Pero no son sólo las guerras (es decir, la manifestación última y más radical del sacrosanto concepto de competitividad, la continuación de la competitividad por otros medios) las que empujan hoy y seguirán empujando a la gente a abandonar sus tierras en busca de seguridad y recursos para vivir. En guerra y en paz, se trata de todo un sistema cuyo axioma fundamental consiste en que la economía es (y así debe ser) una manta que no da para cubrirnos a todos, una cobija con la que, si el mundo se tapa los pies, se destapa la barriga, o viceversa. Su complemento fundamental, indispensable, sin el cual todo lo demás carece de sentido, es la imposibilidad de huir de la intemperie buscando refugio allí donde sí cubre.
La foto de ese niño escupido por el mar sobre la playa es la foto de nuestro sistema económico e ideológico: es la foto de los pies doblándose malamente, contorsionándose hacia la barriga llena y tapada. Es también la foto del “sentido común” de nuestros gobernantes y el de esa minoría mayoritaria, de ese largo tercio de nosotros mismos que volverá a apoyar el poder de los lacayos del poder, que volverá a apoyar nuestro cachito de ventaja competitiva. La foto de la inocencia ahogada en el mar es nuestra foto, no hace falta que busquemos otra.