viernes, 1 de junio de 2012

Un capítulo de Tácito




Llevo casi dos meses sin decir esta boca es mía. Y no es que no lo haya intentado: he escrito esbozos, arranques, ideas, frases. Tengo archivados varios proyectos de artículo, con un bonito título cada uno, en la carpeta BLOG, subcarpeta 2012. Pero llegado un momento, después de darle muchas vueltas a lo que quería decir (la imaginación neoliberal, la mitología neoliberal, el absurdo neoliberal), siempre pensaba que no merecía la pena. He escrito y he guardado, incapaz de publicar una sola entrada. Al final, siempre pensaba "¿Qué más da?, ¿qué necesidad hay de decir nada?"
Sí: qué decir que no esté dicho. Qué decir que no se diga solo. ¿Tiene sentido sacarle punta a algo?, ¿es que hay alguien que lo necesite? La realidad es tautológica, pleonástica, chulesca. Como nunca. La realidad está delante de los ojos de todos con una desvergüenza de exhibicionista, tan desnuda y clara, tan evidente que sólo un ciego -y que me perdonen los inevidentes- puede necesitar que alguien se la cuente.
Después de años de analizar el discurso del poder, tratando de comprender cómo nos la cuelan, detectando sus giros, sus expresiones, sus trucos y estrategias - me he dado cuenta de que lo importante no es cómo lo hacen ellos, sino cómo nos lo tragamos. Cómo es posible que se lo trague la gente, o sea, nosotros, no nos engañemos.
Y he llegado a la conclusión de que, a fin de cuentas, no hace falta que hagan mucho. Dejémonos de estupideces: hay cosas más importantes que la razón. Cosas más poderosas y más determinantes.
¿Qué es lo que permitió que los judíos europeos fueran deportados a los campos de exterminio sin el menor acto de rebeldía, como corderos al matadero? Tendrá que explicarlo la psicología social, convertida así en la ciencia de la sumisión. Mi impresión es que si algo ofende en este momento a los poderosos es no haber sido antes conscientes de esa docilidad "sistémica" y haberse atrevido a hacer antes lo que están haciendo ahora de viernes en viernes; les enfurece haber esperado tanto tiempo entre concesiones, seguros cada día más de que pueden hacer lo que quieran, cuando quieran, sin respuesta.

Durante la última temporada trabajo en una traducción de Cornelio Tácito, el historiador romano. El interés de este hombre que escribía a finales del siglo I a. C. consiste esencialmente en su descarnada mirada sobre un poder incomparable: la Roma imperial que le tocó vivir. Lo que escribe suena como cuando pillan a un político con el micro abierto sin que lo sepa, pero Tácito escandaliza con una finura insuperable y a plena conciencia.
El pasaje que transcribo debajo, copiado y pegado del borrador de mi traducción, pertenece al libro que dedicó a la memoria de su difunto suegro, Julio Agrícola, el general que conquistó para el imperio la isla de Gran Bretaña. Es el capítulo veintiuno de su halagadora biografía. El gobernador Agrícola hacía la guerra a los rebeldes britanos durante el verano. Los diezmaba y los aterrorizaba sin piedad innecesaria. Pero, al llegar los fríos, cuando acababa la temporada bélica, no acababa por eso la misión de este conquistador. Dice su yerno Tácito:

            El invierno siguiente se invirtió en una política de lo más saludable. Para que una población diseminada y primitiva, y por eso más propensa a la guerra, se habituase al sosiego y al ocio con ayuda de los placeres, Agrícola animaba a los particulares y proporcionaba ayudas a las comunidades para la construcción de templos, de mercados o de viviendas elogiando a los emprendedores y censurando a los remisos. De ese modo, la competencia por el premio se convirtió de hecho en una exigencia.
            Además, instruía a los hijos de los prohombres en estudios liberales y ponderaba los talentos britanos por encima de la ciencia de los galos, logrando así que quienes hasta hacía poco rechazaban la lengua de Roma suspiraran por dominarla. También adquirió prestigio nuestra forma de vestir y la toga se puso de moda, y poco a poco los britanos cedieron a la seducción de vicios, tiendas, termas y fiestas elegantes. Y entre aquellos incautos se llamaba "civilización" a lo que sólo era parte de su esclavitud.

¿Qué se puede añadir? Supongo que este texto sobre el invierno 78-79 en la isla de Gran Bretraña constituye la más antigua (o una de las más antiguas) documentaciones del soft-power. Y una de sus más sarcásticas formulaciones también. Resulta muy irónico leer a un latino mofarse de los bárbaros y rústicos indígenas británicos. Hoy día, en que los latinos se afanan con entusiasmo en aprender inglés, puede uno admirarse de cuán mudable es la historia y de cuánto nos venga sin que lleguemos a saberlo; de cómo puede cambiar tan drásticamente el papel de los protagonistas y, sin embargo, de qué parecidas son las cosas que nos hacemos unos a otros.
Esa "política sanísima", cuya descripción ofrece Tácito con toda la sorna del mundo, explota el entusiasmo masoquista que produce colaborar en el propio encadenamiento.
La idea de poner a los esclavos a construir casinos, iglesias y centros comerciales como instrumento de su dominación, así como la de que aprendan ciertos idiomas para no entender nada, se las dedico a Esperanza Aguirre, que debe sentir la misma sorna por nosotros, sus súbditos.