miércoles, 5 de junio de 2013

El derecho al fracaso



He estado mucho tiempo callado. En realidad estaba mudo, sin palabras. Miraba alrededor, leía la prensa, estudiaba mis facturas, me enteraba y cada vez que iba a abrir la boca, la realidad me la tapaba. ¿Qué necesidad, me decía, hay de decir nada, de explicar algo? ¿No está todo a los ojos de todos? A buen entendedor... Quienes no ven la manera en que se nos esquilma y se nos hunde en la miseria tienen poco remedio, es que no quieren verlo. Sé que no escribo para ellos. Pero la gente para la que yo escribo, están todos de vuelta y media. No tengo nada que añadir a la claridad luminosa que reina como un nuevo amanecer: preferentistas, jubilados, funcionarios, jueces, bomberos, médicos, profesores.... todos tenemos amigos caídos en la guerra que se nos ha declarado.
De hecho, me había cansado de analizar esa guerra, de denunciarla, de estudiarle los matices en la voz, de mofarme de sus conquistas, de escribir sin hacer otra cosa que señalarle las vergüenzas al enemigo, pero sin llegar de verdad a encontrarle las cosquillas.
Ahora creo que no puedo seguir callado. Siento que ha llegado el momento de recuperar la voz, pero no para seguir denunciando al buen tuntún de la actualidad como un lector de periódicos cabreado, cada día más histérico, sino para proponer alternativas. Ya está bien de criticar; hay que aportar ideas - lo dicen todos los telediarios.
Ya no basta con lamerse las heridas, hay que pasar al contraataque. Así que me he puesto a pensar en algunas ideas que poner sobre la mesa. Sí, sí, no me miréis así. Estoy hablando de propuestas: mi paquete de medidas, digamos, mi modesta proposición. Comenzaré con una iniciativa. Seguro que más adelante se me ocurrirá alguna más: podéis estar seguros de que, llegado el caso, os las comunicaré inmediatamente.
He tratado de ser lo más realista que he podido - ya me dirán otros si he sido o no lo suficientemente realista. Busco ideas que no cuesten dinero y que deberían regir a la comunidad en forma de leyes. Deberían tener la garantía constitucional y el respaldo de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, de la policía, de la Guardia Civil, de la Ertzantza, del CNI. Ya hemos visto que, para lo que trae cuenta, la Constitución puede cambiarse de un día para otro.
La primera medida que propongo es el derecho universal al fracaso y la igualdad en su acceso.
Si es usted un banquero, tiene pleno derecho a fracasar. Sin limitaciones. Usted será rescatado. La cosa no tendrá mayores consecuencias: aunque hunda usted su banco, usted seguirá disfrutando del mismo tren de vida. Seguirá residiendo bajo techo en su primera y en su segunda residencia, comiendo y bebiendo a voluntad, recibiendo la mejor atención médica. No, hombre, no se preocupe: no irá usted a la cárcel.
Si es usted ejecutivo, uno de esos altos ejecutivos de corbata rosa, también tiene usted pleno derecho a fracasar. Incluso aunque hunda la compañía para la que trabajaba, puede murmurar, como si fuese una verdad evidente: "Todo el mundo tiene derecho a equivocarse" y, antes de cambiar de aires, cobrar su liquidación blindada por valor de un montón de millones. Es posible, de hecho, que su trabajo consista precisamente en hundir empresas, convirtiendo el fracaso en su manera particular de éxito, pero incluso aunque ese no sea el objetivo, su responsabilidad y el precio que debe pagar por ella es muy, muy limitada.
La protección contra el fracaso de ciertos sectores interesa enormemente al gobierno. Según una nueva ley, de la que informaba la prensa el pasado día 25 de mayo, si es usted "emprendedor" no tendrá que responder de sus fracasos con su casa como prenda. Quizá pierda su inversión y su tiempo, pero ningún crédito impagado amenazará su seguridad. ¿Por qué? Muy sencillo: porque es mejor. Usted también tiene derecho al fracaso, qué caray. Nada podrá quitarle el sueño. Por si su red familiar no fuera lo suficientemente tupida o sus relaciones no eran lo suficientemente solventes como para rescatarle, el gobierno le asegura.
En cambio, ay, amigo, si eres un asalariado sin familia o amigos pudientes, especialmente si eres un obrero inmigrante, no tendrás el menor derecho al patinazo.
Si hay que medirla por sus consecuencias, la responsabilidad se agranda de arriba abajo (¡no al revés!): a menor responsabilidad, mayor salario y mejor cobertura contra el fracaso.
De las falsedades que repite el discurso dominante hay algunas especialmente sangrantes.
Una de ellas dice que es justo que el inversor o el empresario tenga mayores garantías que el obrero, porque el inversor o empresario arriesga la fortuna que ha invertido en el negocio. Bueno, es posible que el trabajador no se juegue nunca tanto dinero, pero el caso es que se lo juega todo en cada contrato.
Si su empresa quiebra, a diferencia de sus jefes, la responsabilidad del empleado será inmensa, total - y las consecuencias, para echarse a temblar. Será despedido, perderá su salario y, después de perder su salario, habrá perdido el techo, la comida y la bebida, la salud, la tranquilidad, el sueño y hasta las ganas de vivir.
Otra de las grandes memeces que se repiten de emisora en emisora es la idea peregrina de que cada persona recibe lo que se merece. Ésta es quizá una de las idioteces verdaderamente grandes. Pensemos en los niños: ¿cuál de ellos se ha merecido lo que tiene? Obviamente ninguno. No han tenido tiempo para hacer merecimientos. Se dirá: "Pero son los merecimientos de sus padres los que le benefician o perjudican." Quizá, pero para el niño, esa circunstancia no deja de ser un azar, una lotería - la lotería genética. De entrada, ninguno de los menores se ha ganado lo que tiene.
Y, ¿es que alguien ignora que en el futuro de los niños pesarán como una losa los números que le tocaron en suerte - el medio sociocultural, el acceso a la formación, las garantías sanitarias, las proteínas de su alimentación? Si bien se mira, los méritos o deméritos de sus padres -que también fueron niños- suelen estar, a su vez, fundados en esa casualidad.
A ese azar fundamental se añadirá más tarde el azar, bastante probable, del fracaso personal. A mi me parece bien que se asegure a los banqueros, a los altos ejecutivos y a los emprendedores: cualquiera concluirá conmigo que lo que habría que hacer es, igual que se hace con ellos y por las mismas razones (porque es mejor), asegurarnos todos contra una sociedad enormemente azarosa. Asegurémonos, quiero decir, todos por igual.
¿Por qué la derecha, tan celosa de preservar a toda costa la igualdad entre las distintas Comunidades Autónomas, cuya asimetría en cualquier aspecto le parece intolerable, tiene tan poco interés en eliminar las asimetrías entre las clases sociales y entre las personas?
Recientemente una Delegada del Gobierno declaraba muy convencida: "Es bueno que haya ricos y pijos: ellos son los que consumen y gastan dinero." No voy a entrar en el debate sobre la causa de la bondad: si eso es bueno, ¿entonces por qué no todos?, ¿por qué sólo unos pocos?
Y si la Delegada me saliera al paso con alguna razón por la cual no todos podamos ser ricos y pijos a la vez, preguntaré a continuación: "Bueno, y ¿por qué no por turno?"
El muy diferente seguro contra el fracaso que nos asiste a unos y a otros es el índice de desigualdad más ofensivo de nuestra organización social. Eso sí que son derechos históricos arbitrarios.
La buena o mala organización de una sociedad no se prueba en la bonanza: cualquier sistema es bueno cuando hay de sobra. En el paraíso no harían falta estructuras comunitarias. La buena o mala organización social se verifica en las adversidades: es precisamente para eso para lo que debe organizarse la sociedad. Es para enfrentarnos a las dificultades para lo que nos trae cuenta el pacto social.
La sociedad no debe estar preparada para el triunfo, sino para el fracaso - para la impotencia, para la vulnerabilidad, para la debilidad. La seguridad social nos conviene porque este mundo es ya bastante jodido.
Por eso ahora, precisamente ahora, resulta inexplicable el desmantelamiento de los servicios públicos. Por eso, el que ahora, en estos momentos de progresivo empobrecimiento, se nos recuerde que la vida es dura, y que debemos prepararnos para cosas peores aún, aparte de un insulto, es una prueba más de que soportamos un orden al que sólo un sádico puede encontrar fundamento.