jueves, 3 de septiembre de 2015

La inocencia ahogada

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Había decidido no volver a escribir Por lo bajini. Y lo había decidido porque, primero en la forma de una sensación incómoda que se confundía con la batalla por el estilo, después con una acidez cada vez mayor, con esa agitación que trae el ardor del estómago y que no deja que encuentres postura definitiva, fui dándome cuenta de que me censuraba. No encontraba palabra definitiva porque no me atrevía a publicar la que me lo parecía. Eso, pensaba, era el colmo de los colmos: me publicaba a mí mismo para no tener que dar cuentas a nadie, para no tener que ceder a las condiciones de ningún editor ajeno - y me censuraba yo solo. No decía lo que verdaderamente quería decir ni de la manera que debía decirlo. Tenía miedo. Había cosas, sentía, que podrían traerme a la policía a la puerta de casa. En esas condiciones, para no decir exactamente todo lo que y como pensaba, no merecía la pena escribir.
No es fácil admitir que uno se autocensura. Antes de reconocer que me tachaba a mí mismo las palabras llegué a elaborar una teoría según la cual todo estaba ya a la vista: ya no había nada que añadir, puesto que nada se ocultaba ya a quien quisiera ver (y quien no veía ya no vería nunca, no le haría ver toda la prosa del mundo, porque no estaba dispuesto a abrir los ojos). Mi escritura (casi casi la escritura entera) se había vuelto innecesaria. Eso, sin embargo, no debía parecerles del todo exacto, suficiente o consolador a quienes manejan las páginas del BOE, que siguieron trabajando para darme la razón. Finalmente, la Ley Mordaza remachaba mi ataúd como articulista de por libre. Esa ley está hecha para gente como yo. Si digo lo que pienso sobre esa ley, sobre sus perpetradores y sobre la respuesta que debe darse a esa ley y a sus perpetradores, mañana estaría en un calabozo. Como veis, no lo digo. Vivo en un mundo sin libertad de expresión, eso es todo. Espero que decir que tengo miedo sea aún tolerable y no perseguible.
Había, pues, decidido callarme para actuar de otro modo, un modo que no dejara pistas ni huellas que pudieran llevar a los sabuesos hasta mi puerta, por pura cobardía. O a lo mejor, vamos a ser sinceros, para no actuar de ninguna manera. Pero ahora, a la vista de esa fotografía de un niño escupido por el mar sobre una playa turca, he sentido la necesidad de volver a decir algo, aunque sea, perdonadme, de forma alegórica, eufemística, autocensurada.
La más irónica, hiriente y repulsiva de las circunstancias acompañantes de este mundo neoliberal, este mundo al que se le llena la boca mascullando la palabra “libertad” y que tumbó el Muro de Berlín y Telón de Acero, es que se ha hecho especialista en levantar muros, telones y vallas para impedir la más básica e inalienable de las libertades: la libertad de movimiento. Países como Hungría, que sufrió especialmente el Telón, que intentó reiteradamente horadarlo y que fue la primera en hacerle un boquete adonde corrían los ciudadanos de la Alemania del Este para huir a “Occidente”, a la “libertad” - países como Hungría forman hoy el paradigma de la “firmeza” contra quienes, sin más, quieren ir libremente de un lugar a otro: alambradas, muros, policía o, lo más insólito en el paraíso capitalista, la prohibición de subir a un tren a ciudadanos con billete.
Los refugiados huyen de las armas europeas y norteamericanas, de regiones devastadas por guerras cuyos detonantes o azuzadores (y me amparo detrás de El Roto para decir esto, puesto que él ha dibujado lo mismo - él y nadie más en los medios de comunicación de rigor) han sido los mismos gobiernos “occidentales” que ahora se llevan las manos a la cabeza ante la desbandada.
Pero no son sólo las guerras (es decir, la manifestación última y más radical del sacrosanto concepto de competitividad, la continuación de la competitividad por otros medios) las que empujan hoy y seguirán empujando a la gente a abandonar sus tierras en busca de seguridad y recursos para vivir. En guerra y en paz, se trata de todo un sistema cuyo axioma fundamental consiste en que la economía es (y así debe ser) una manta que no da para cubrirnos a todos, una cobija con la que, si el mundo se tapa los pies, se destapa la barriga, o viceversa. Su complemento fundamental, indispensable, sin el cual todo lo demás carece de sentido, es la imposibilidad de huir de la intemperie buscando refugio allí donde sí cubre.
La foto de ese niño escupido por el mar sobre la playa es la foto de nuestro sistema económico e ideológico: es la foto de los pies doblándose malamente, contorsionándose hacia la barriga llena y tapada. Es también la foto del “sentido común” de nuestros gobernantes y el de esa minoría mayoritaria, de ese largo tercio de nosotros mismos que volverá a apoyar el poder de los lacayos del poder, que volverá a apoyar nuestro cachito de ventaja competitiva. La foto de la inocencia ahogada en el mar es nuestra foto, no hace falta que busquemos otra.

1 comentario:

  1. Es cierto que todo está visto y todo está dicho, Juan Luis, pero te agradezco que sigas diciéndolo así porque en esta época volátil todo lo que se ve desaparece al instante y lo que se dice es tan fugaz como el eco de nuestras palabras.
    Hablemos pues, aunque todo esté dicho, y recordémonos unos a otros (los que aún queremos ver y hablar) que hemos también de actuar.
    Un abrazo.

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