Había decidido
no volver a escribir Por lo bajini. Y
lo había decidido porque, primero en la forma de una sensación incómoda que se
confundía con la batalla por el estilo, después con una acidez cada vez mayor, con
esa agitación que trae el ardor del estómago y que no deja que encuentres
postura definitiva, fui dándome cuenta de que me censuraba. No encontraba
palabra definitiva porque no me atrevía a publicar la que me lo parecía. Eso, pensaba,
era el colmo de los colmos: me publicaba a mí mismo para no tener que dar
cuentas a nadie, para no tener que ceder a las condiciones de ningún editor
ajeno - y me censuraba yo solo. No decía lo que verdaderamente quería decir ni
de la manera que debía decirlo. Tenía miedo. Había cosas, sentía, que podrían traerme
a la policía a la puerta de casa. En esas condiciones, para no decir
exactamente todo lo que y como pensaba, no merecía la pena escribir.
No es fácil
admitir que uno se autocensura. Antes de reconocer que me tachaba a mí mismo las
palabras llegué a elaborar una teoría según la cual todo estaba ya a la vista: ya no había nada que añadir, puesto que nada se ocultaba ya a quien quisiera ver (y quien no veía
ya no vería nunca, no le haría ver
toda la prosa del mundo, porque no estaba dispuesto a abrir los ojos). Mi
escritura (casi casi la escritura entera) se había vuelto innecesaria. Eso, sin
embargo, no debía parecerles del todo exacto, suficiente o consolador a quienes
manejan las páginas del BOE, que siguieron trabajando para darme la razón.
Finalmente, la Ley Mordaza remachaba mi ataúd como articulista de por libre. Esa
ley está hecha para gente como yo. Si digo lo que pienso sobre esa ley, sobre
sus perpetradores y sobre la respuesta que debe darse a esa ley y a sus
perpetradores, mañana estaría en un calabozo. Como veis, no lo digo. Vivo en un
mundo sin libertad de expresión, eso es todo. Espero que decir que tengo miedo
sea aún tolerable y no perseguible.
Había, pues,
decidido callarme para actuar de otro modo, un modo que no dejara pistas ni
huellas que pudieran llevar a los sabuesos hasta mi puerta, por pura cobardía. O
a lo mejor, vamos a ser sinceros, para no actuar de ninguna manera. Pero ahora,
a la vista de esa fotografía de un niño escupido por el mar sobre una playa
turca, he sentido la necesidad de volver a decir algo, aunque sea, perdonadme,
de forma alegórica, eufemística, autocensurada.
La más
irónica, hiriente y repulsiva de las circunstancias acompañantes de este mundo
neoliberal, este mundo al que se le llena la boca mascullando la palabra “libertad”
y que tumbó el Muro de Berlín y Telón de Acero, es que se ha hecho especialista
en levantar muros, telones y vallas para impedir la más básica e inalienable de
las libertades: la libertad de movimiento. Países como Hungría, que sufrió
especialmente el Telón, que intentó reiteradamente horadarlo y que fue la
primera en hacerle un boquete adonde corrían los ciudadanos de la Alemania del
Este para huir a “Occidente”, a la “libertad” - países como Hungría forman hoy
el paradigma de la “firmeza” contra quienes, sin más, quieren ir
libremente de un lugar a otro: alambradas, muros, policía o, lo más insólito en
el paraíso capitalista, la prohibición de subir a un tren a ciudadanos con
billete.
Los refugiados
huyen de las armas europeas y norteamericanas, de regiones devastadas por
guerras cuyos detonantes o azuzadores (y me amparo detrás de El Roto para decir
esto, puesto que él ha dibujado lo mismo - él y nadie más en los medios de
comunicación de rigor) han sido los mismos gobiernos “occidentales” que ahora
se llevan las manos a la cabeza ante la desbandada.
Pero no son
sólo las guerras (es decir, la manifestación última y más radical del
sacrosanto concepto de competitividad, la continuación de la competitividad por
otros medios) las que empujan hoy y seguirán empujando a la gente a abandonar
sus tierras en busca de seguridad y recursos para vivir. En guerra y en paz, se
trata de todo un sistema cuyo axioma fundamental consiste en que la economía es
(y así debe ser) una manta que no da para cubrirnos a todos, una cobija con la
que, si el mundo se tapa los pies, se destapa la barriga, o viceversa. Su complemento
fundamental, indispensable, sin el cual todo lo demás carece de sentido, es la
imposibilidad de huir de la intemperie buscando refugio allí donde sí cubre.
La foto de ese
niño escupido por el mar sobre la playa es la foto de nuestro sistema económico
e ideológico: es la foto de los pies doblándose malamente, contorsionándose
hacia la barriga llena y tapada. Es también la foto del “sentido común” de
nuestros gobernantes y el de esa minoría mayoritaria, de ese largo tercio de
nosotros mismos que volverá a apoyar el poder de los lacayos del poder, que
volverá a apoyar nuestro cachito de ventaja competitiva. La foto de la inocencia
ahogada en el mar es nuestra foto, no hace falta que busquemos otra.
Es cierto que todo está visto y todo está dicho, Juan Luis, pero te agradezco que sigas diciéndolo así porque en esta época volátil todo lo que se ve desaparece al instante y lo que se dice es tan fugaz como el eco de nuestras palabras.
ResponderEliminarHablemos pues, aunque todo esté dicho, y recordémonos unos a otros (los que aún queremos ver y hablar) que hemos también de actuar.
Un abrazo.