lunes, 14 de diciembre de 2009

Bolonia para cinéfilos

Cuando se presentó en España, en el año 1969, el título de la película El graduado, versión (censurada) de la cinta de Mike Nichols The Graduated, no era precisamente evidente en un país donde el verbo “graduar” apenas se usaba para otra cosa que para hablar de las gafas de ver y otros artefactos de la óptica. El 22 de abril de aquel remoto año, en tiempos en que imperaba la visión de Martín Vigil sobre la adolescencia, el diario ABC publicaba una crónica sobre su estreno en el cine Gran Vía en la que elogiaba esta historia “moderna”, calentorra y ñoña porque aleccionaba sobre el hastío y pena que termina produciendo el sexo desordenado. Bajo el titular “El adolescente ‘made in USA’”, el crítico (Antonio de Obregón) escribía: “Habíamos oído hablar mucho de ‘El graduado’. Para nosotros: el licenciado, el que termina sus estudios universitarios y se enfrenta a la vida.”
"Licenciado” es una palabra con una larga tradición en castellano. No sólo en España, sino en el mundo de habla hispana (lo cual da idea de su antigüedad), hasta el punto de que en México se ha convertido prácticamente en un tratamiento: Lic. Al menos por aquí nadie iba diciendo “me he graduado en tal o cual cosa”, sino “me he licenciado” o “estoy licenciado”, y eso mismo rezaban en gruesas letras los encabezamientos de los títulos expedidos por el dictador, primero, y por su majestad el rey, después.
Siendo así, si “para nosotros” el “graduado” no era un catalejo sino el “licenciado”, ¿por qué no se titulaba la película El licenciado?
Se trataba entonces de una mala traducción, sin paliativos, una versión caprichosa y pillada por los pelos que resultaba grotesca y enigmática a la vez, difícilmente explicable por ignorancia y quizá inspirada por algún comercial de la distribuidora o de la productora Embassy Pictures Corporation, el cual, allá por 1969, en lo más crudo del crudo invierno franquista, tuvo una corazonada de gran trascendencia en la historia cultural de este país: seguramente a sueldo de una empresa americana, aquel precursor pensaba que había que hacer que las cosas sonasen a inglés. De ese modo adquirían misterio e interés para un público que, si no leía ABC, no tendría más remedio que ir a ver la película para enterarse de lo que de verdad quería decir el “graduado”, el papel del envidiado jovencito (Dustin Hoffman) a quien se tiraba la Señora Robinson, la suculenta Ann Bancroft.
Y hasta puede que aquel comercial visionario, replicando a algún colega a quien no le pareciera tan buena idea, le apostara: “Algún día, “licenciarse” se dirá “graduarse”. Si no, al tiempo.”
Cuarenta años después, el comercial al servicio del imperio ha conseguido que los hechos se amolden a su antojo: que, para nosotros, “el graduado” signifique “el graduado” y ya nunca más “el licenciado”. El lenguaje ha obrado el conjuro, las palabras han parido hechos. Se ha conseguido un trabajo fáustico más que hercúleo: en lugar de adecuar la traducción a la realidad, la realidad entera se ha acomodado a una mala traducción. El órgano ha creado la función, ¡y a qué escala! Que el verbo “graduarse” haya llegado finalmente a significar lo que predijo el tipo que no sabía traducir es, quizá, si juzgamos la dimensión de la pleitesía, el más humillante y prodigioso logro de la influencia de la lengua inglesa y la cultura anglosajona sobre la lengua castellana. La historia de esa imposición, perpetrada por las élites políticas, académicas e intelectuales de este país (y, hay que decirlo, de toda Europa) puestas de rodillas, se llama Tratado de Bolonia.
Ese tratado, que entra en vigor este mismo año 2009 en que nos encontramos, traza un plan de organización de la enseñanza superior, calcado hasta las comas de la organización universitaria americana, según el cual ya no hay “licenciaturas”, sino “grados”. Tampoco hay doctorados, sino “másteres”: inducido por un instinto comercial y cultural propio de empleado de una distribuidora cinematográfica, todo su lenguaje resulta de una mala traducción generalizada del inglés, y a veces simplemente de una “intraducción” del inglés. Como consecuencia, a partir de 2014, cuando salga de la universidad la primera hornada de estudiantes del nuevo plan (que reduce en un año la duración de las carreras), ya no habrá licenciados, sino, precisamente y sin más enigmas, graduados. Ellos sí que podrán identificarse del todo con Dustin Hoffman y hasta sentir casi casi hastío y pena después de refocilarse con Ann Bancroft, yeah.

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